Opinión
Silencios
Los primeros, porque son los más provechosos y elocuentes, los de la naturaleza: el silencio del mar en calma, que es imagen del universo primigenio; el silencio de la noche, que invita al recogimiento y predispone al silencio interior; el silencio de la nieve al caer, que apaga todos los ruidos; el silencio del desierto, capaz de borrar fronteras y anular distancias; el silencio del campo, en invierno sobre todo, que trae al pensamiento, y quién sabe si también a la memoria, otras formas de vivir; el silencio de los bosques, que, junto con el miedo infantil y el misterio de los cuentos, nos devuelve los sonidos del aire y nos enseña a oír el grito apagado de las aves y el paso sigiloso de los animales; el silencio de las montañas, anticipo imperfecto del que reina en el firmamento; el silencio de los caminos, dispuestos en todo momento a entablar con el caminante cualquier clase de conversación…
Más modestos y ordenados son el silencio de las iglesias (y el de las campanas, si por algún motivo han enmudecido), el de las bibliotecas, que detiene los relojes, y el de las ruinas, donde el tiempo y los siglos se remansan.
El silencio, contagioso igual que la risa, como puede observarse en las escuelas cuando el profesor se pone en su lugar o en las salas de concierto al levantar la batuta el director, y revestido en ocasiones de lo sagrado, como ocurre en el “minuto de silencio”, el ritual con que se homenajea o se recuerda a una persona fallecida o se conmemora un acontecimiento trágico.
En el diccionario pervive aún el silenciario, que era la persona encargada de velar por el silencio o la quietud de la casa o del templo, y acaso provengan de aquel entonces las expresiones que se conservan en la lengua: pedir silencio, imponer silencio, guardar silencio, y, en sentido contrario, por lo frágil y preciado que es, romper el silencio.
El silencio, que algunas veces lo buscamos, es verdad, pero también lo es que por hábito y costumbre lo rehuimos, porque le tenemos miedo, dicen los entendidos, y acaso tengan razón, pues andamos casi siempre buscando sitios donde no reine (un verbo este muy apropiado que le hace justicia: reina el silencio).
En lo que tradicionalmente se han venido llamando las buenas maneras o buenos modales, hoy en vías de desprestigio y extinción, el silencio y la discreción se consideraron siempre como un signo de distinción. Del saber callar, se argumentaba, no pueden esperarse sino ventajas, y el arte de callar (así se tituló también una obra de amplia difusión en el siglo XVIII, escrita por el abate francés Dinouart) es una virtud que es necesario adquirir y practicar: “Solo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir mejor que el silencio”, rezaba un aforismo acuñado en la época.
Está también el silencio de Dios, que tantas quejas, dudas y desazones suscita en algunos personajes y episodios bíblicos (y en los exégetas y estudiosos que los han interpretado):
“Entonces me llamarán, y no responderé”, se lee en los Proverbios, y en el salmo 22: “¡Dios mío!, clamo de día, y no me respondes; de noche, y no hallo remedio”.
Y el silencio de los cementerios, que mucha gente escuchará estos días.
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