Opinión

Cuento de Navidad

“Tendréis que esperar, para entrar en Egipto”, le advierte

El nacimiento ha sido coordinado por la Asociación de Belenistas de Sevilla
El nacimiento ha sido coordinado por la Asociación de Belenistas de Sevillalarazon

El asno ya no puede más, y él tampoco. Y muy pronto se hará de noche. ¿Dónde la pasarán? Campos desiertos, es lo único que alcanza a ver. Y el trazado del camino, cada vez más borroso, porque en esta tierra desconocida las noches llegan sin avisar. ¿Cuántas llevan ya? Ha perdido la cuenta. Si supiera al menos las que le esperan. Se lo preguntó a los que dirigían una caravana de camellos, pero no entendieron su lengua. Y tampoco los pastores lo saben. Los pastores que les han dado cobijo tantas noches en sus chozas, y pan, leche, higos y dátiles para el camino. ¿Qué habría sido de ellos sin la hospitalidad de los pastores? Sin sus lumbres, que les han quitado el frío y les han servido de orientación. Las lumbres de los pastores, que se verán desde el cielo como se ven las estrellas desde la tierra. Por ellas se guiaría el ángel que bajó en sueños a avisarle para que huyeran a Egipto. Él le obedeció, y al instante aparejó el asno, acomodó sobre él a María con el niño y se pusieron en camino. «La mula, la mula del establo, que nos vendrá muy bien», le dijo María. «Sí, pero tendrá amo», le contestó. Y ella: «Cómo vas a ir así, a pie y tirando del asno». No sabía que el viaje iba a ser tan largo. Tanto, que alguna vez ha llegado a preguntarse si será de verdad, el viaje, o estará soñando, como cuando recibió el aviso del ángel. En los últimos días, sobre todo, porque los primeros no le daba tiempo a pensar, con las prisas y la inquietud por alejarse cuanto antes del peligro. Ni siquiera en la casa de Nazaret, su casa, qué sería de ella, si Herodes la respetaría o si, en venganza, la mandaría quemar. Además, tenían la estrella, la misma que se había detenido encima del establo de Belén cuando llegaron los Magos de Oriente. La veían todas las noches en el cielo, cada vez más lejos, hasta que se apagó. Señal, pensó él, de que habían dejado atrás la tierra de Judea.

«¿Son pájaros esos que cantan?», le interrumpe María sus pensamientos. «¿Pájaros, por estos desiertos?», responde. «Será entonces el ruido de las estrellas», dice María, y al poco empieza él a oír como un runrún en el aire, y de repente una patrulla de soldados los detiene en el camino y los conduce sin mediar palabra a una especie de cabaña con la techumbre medio derrumbada donde hay también más forasteros como ellos, y allí les asignan un rincón.

«¿De dónde venís?», le preguntan. «De Judea», contesta él. «¿Y por qué, desde tan lejos?» «Por el niño». «¿Por el niño? ¿Venís a que le trate algún médico egipcio?» «No, es el rey Herodes, que quiere matarle, a él y a todos los menores de dos años». Se miran un momento. «Y tú, ¿qué sabes hacer?». «Soy carpintero». El soldado escribe algo en una tablilla y con un gesto le dice que se retire: «Tendréis que esperar, para entrar en Egipto», le advierte.

De madrugada, el niño se despierta llorando y, para dormirle, José le cuenta en voz baja las estrellas.