Opinión
Un país de Nunca Jamás
La justicia social y el bien común regían la actuación de los gobernantes
Érase una vez un país en el que reinaban la concordia y el bienestar.
El buen funcionamiento de las instituciones y la competencia y buena voluntad de quienes estaban a su cargo le habían convertido en ejemplo y modelo para las naciones de su entorno.
Todos sus habitantes, incluidos los de aquellas regiones que presumían de tener una lengua y unas peculiaridades propias, se sentían orgullosos de pertenecer a él.
La ley, el orden y el respeto eran los tres principios sobre los que se sustentaba la vida pública y privada.
La justicia social y el bien común guiaban las actuaciones y constituían la norma de conducta de todos aquellos que, aupados única y exclusivamente por sus méritos, llegaban a ocupar –transitoriamente, porque era obligado que se renovaran cada poco tiempo– los más altos cargos del gobierno.
Cualquier atisbo de corrupción era perseguido de forma implacable, y los que despilfarraban el dinero público o mangoneaban con él recibían de inmediato un castigo ejemplar.
Los partidos políticos y demás organizaciones semejantes anteponían siempre los intereses generales a los particulares.
Si algún político fingía trabajar por el bien común mientras trabajaba para sí mismo –lo cual, dicha sea la verdad, ocurría muy de tarde en tarde–, bastaba el menor indicio para que fuese apartado y expuesto a la deshonra pública y juzgado.
En las elecciones, los partidos que concurrían a ellas respetaban escrupulosamente los resultados, y el que resultaba vencedor o bien, si le era posible, gobernaba en solitario, o bien se aliaba con el que le había seguido en número de votos, con el fin de establecer una sólida alianza mayoritaria que permitiera a ambos aplicar los principios básicos de sus programas para contribuir mejor así a la estabilidad y el progreso de la nación.
En dichos programas electorales, redactados con el mayor escrúpulo y cuidado, no se incluía jamás ninguna promesa o idea que no fuera a ser cumplida, pues, en caso contrario, debían rendir cuentas a los electores defraudados.
La cultura y la educación ocupaban un lugar preferente en el orden de prioridades de los gobiernos.
Para velar por ellas, se redactó una ley de educación, consensuada por todos los partidos políticos, de izquierdas y de derechas, elaborada por expertos en la materia, por encima y al margen de ideologías e intereses partidistas, siempre mezquinos, sin intromisiones ni apriorismos excluyentes, que duró muchos años, tantos como la Constitución vigente, y que, por no estar sujeta a los vaivenes y caprichos de la política, permitió al país salir adelante y sentó las bases de su prosperidad y desarrollo. En esa ley, se reconocía y amparaba el derecho a la educación, pero también el deber inexcusable de corresponder a lo que el Estado y los contribuyentes le ofrecen al que se beneficia de ella.
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