Entrevista

Pilar Aymerich: «Mi Barcelona estaba viva. Ahora no hay esperanza de futuro»

La gran autora publica un libro con sus imágenes más importantes con la capital catalana como telón de fondo

Pilar Aymerich en su estudio en el barrio de Gràcia
Pilar Aymerich en su estudio en el barrio de GràciaJoan Mateu

Pilar Aymerich es uno de los nombres más destacados de la historia de la fotografía en la capital catalana. Ahora recoge en un libro titulado «La Barcelona de Pilar Aymerich», editado por Comanegra y el Ayuntamiento de Barcelona, algunos de sus mejores trabajos en lo que se puede considerar como una suerte de memorias visuales. La autora habló con este diario desde su estudio en el barrio de Gràcia, rodeada de sus fotografías y sus dos gatos.

¿Se puede considerar este libro como unas memorias?

Hace tiempo que muchos editores me habían pedido unas memorias, pensando que mi vida era interesante, pero no me atrevía o me daba pereza escribir y pensar. Me gusta leer y la buena literatura, pero no sé qué capacidades tengo. Pensé en hacer un libro de fotografías, pero pensando y explicando lo que ocurría mientras hacía la fotografía porque siempre, detrás de lo que haces, pasan cosas que definen lo que será la fotografía. Un día Comanegra vino para proponerme eso mismo que yo quería hacer. De ahí empecé recordando todo lo que pasaba a mi alrededor y dando opinión. Siempre tienes la subjetividad de un plano u otro, pero el texto reforzaba esa subjetividad.

Usted se define en «La Barcelona de Pilar Aymerich» como una fotógrafa urbana. ¿Por qué se ve así?

Soy muy urbana. Me gustan las ciudades. En las playas hay mucha arena y en la montaña me pierdo porque no hay calles. Barcelona es mi centro, es mi despacho. De ahí voy saltando a París o Roma, a aquellas ciudades donde me encuentro bien. Me instalo en ellas, vivo su vida cotidiana, pero sin hacer turismo.

¿Cómo definiría la Barcelona de Pilar Aymerich, la Barcelona en la que ha vivido y trabajado?

La Barcelona de Pilar Aymerich es pasado y presente y digo lo de presente porque sigo haciendo fotografía. Empecé haciendo fotografía teatral, todo el teatro de vanguardia de la época. Aquella era una Barcelona muy viva, sobre todo a nivel de arte y artistas. Todo los días había una inauguración, pasaba algo. Ahora es una cosa mortecina en la que vas tirando, pero en la que no hay una esperanza en el futuro.

¿Es ese aspecto mortecino el que le hace acabar el libro con imágenes de cementerios?

(Risas) Es que los cementerios me encantan. Siempre me han gustado. En los años setenta hice un trabajo con Oriol Bohigas recorriendo todos los cementerios de la franja mediterránea para una revista de arquitectura que contó con una portada diseñada por Enric Satué. Lo primero que hago cuando voy a una ciudad es visitar un cementerio. En los epitafios se explica mucho de lo que han hecho los que allí están enterrados. En los cementerios te haces una idea en pequeño de lo que es la vida de esas ciudades.

En el libro usted ofrece una mirada a la Barcelona reivindicativa, la que salía a la calle al final del franquismo y en los primeros años de la transición.

Viví unos momentos que todos los días estabas en las calles. Cubrí el movimiento feminista porque estaba allí, a todos los niveles. Cada día cogías la cámara y salías, aunque no pasara nada pero al final pasaba algo. Los movimientos sociales son como una representación teatral, siempre aspiras a captar el momento culminante de la obra, pero para eso hay que meterse dentro de la manifestación, provocando incluso con la mirada. Dentro de la manifestación, cuando te juntas con los que están allí presentes, puedes representar mejor lo que la gente está pidiendo.

Afirma en su libro que la cámara es como una muralla.

Es que pasa que muchas veces te emocionas al hacer fotografía, te enamoras al escuchar a la persona a la que entrevistas, pero con la cámara no lo racionalizas. A veces me he emocionado haciendo fotos aunque he tratado de evitar que eso se notara. Así que después, al llegar al estudio, al dejar la cámara me he puesto a llorar. Antes no puede haber sitio para la emoción.

¿La fotografía es azar, es imprevisto, como usted afirma que buscaba cuando retrató a Pere Calders?

La fotografía es reflexión. Es aquello que decía Cartier-Bresson del instante preciso. Tienes que saber cuál es ese instante preciso, qué es lo que quieres contar. A veces el instante preciso puede resultar falso. Así que siempre he tenido cuidado en no engañar. Eso es primordial para mí porque nunca he engañado, no he atravesando la raya de la ética.

Es muy impactante en el libro su reportaje de la cárcel de mujeres de la Trinitat.

Fue un reportaje muy emocionante. El hecho de llegar a ellas era ya un hito, pero es que aquellas eran unas mujeres olvidadas en un rincón de Barcelona. Lo que vivían no era una represión física, pero sí psicológica. Las monjas que se encargaban de la cárcel la abandonaron por orden de la Dirección de Prisiones, se lo llevaron todo, hasta las llaves. Mientras llegaban las funcionarias, pidieron a las reclusas que se encargaran del centro. Al principio se negaron porque ellas, con las monjas, estaban allí como en un colegio, sin poder de decisión, sin poder pensar por sí mismas. Tenían una gran necesidad de afecto. Así que cuando llegué les gustaba que las fotografiaras porque así daban constancia de su presencia. Poder darlas a conocer fue una experiencia curativa. Había una conciencia social en ellas de que la cárcel tenía que funcionar.

¿Fue Montserrat Roig su mejor modelo?

Ha sido la mejor amiga que he tenido. Empecé a hacer fotos con ella desde que nos conocimos muy jóvenes hasta 1991. Cuando hay una complicidad es todo más cómodo. La fotografía, sobre todo el retrato, es una prisión, estás invadiendo un espacio. Pero con Montserrat eso no existía porque hacerle fotografías era un juego.