Espacio
Auroras polares, más allá de nuestro planeta
Las auroras polares no son algo exclusivo de nuestro planeta, Júpiter, Saturno e incluso Marte parecen producir sus propias luces del norte al ser bañados por el viento solar
Han pasado miles de años desde que algunos de nuestros antepasados dejaron África. No sabían qué podían encontrarse y posiblemente ni siquiera se habían parado a pensarlo. Solo caminaban, un poco más lejos cada día, empujados por la necesidad y la curiosidad. Sus pies viajaron milenios a través de montes y llanuras hasta llegar a donde la nieve reinaba. Allí todo era blanco y frío durante la mayor parte del año, un paisaje sobrecogedor al que no estaban acostumbrados.
Sin embargo, por muy impresionantes que fueran la taiga, los glaciares o los fiordos, no podían compararse con lo que estábamos a punto de descubrir, porque, en algún momento de alguna noche, un simio cubierto de pieles alzó la mirada al cielo y, por primera vez en la historia, vimos efímeras cortinas de luces, doblándose y bailando bajo el firmamento. Las luces del norte refulgían tiñendo de verde la nieve y solo podemos imaginar lo que pensarían nuestros antepasados al verlas. Magia negra, la madre naturaleza revelándose ante ellos o tal vez el espíritu de uno de sus difuntos. Habrían creído cualquier cosa, cualquier cosa menos que esos arcos de luz eran el resultado de una batalla perpetua entre la Tierra y el Sol.
Vientos de cambio
Si observas una fotografía de la superficie solar, podrás ver que está parcheada con manchas oscuras. Aunque, si la comparas con otra imagen de la misma zona, pero tomada tiempo después, verás que el patrón ha cambiado. Estas manchas evanescentes cubren superficies de hasta 12.000 kilómetros de diámetro (tan grandes como nuestro planeta). En ellas, la temperatura es menor que la de sus alrededores, asociando intensos campos magnéticos que, cuando se “sobrecargan”, salen proyectados hacia el Cosmos, arrastrando con ellos una gran cantidad de partículas cargadas.
El material disparado es, principalmente, una sopa de protones y electrones. Partículas con carga eléctrica que interaccionan con el campo magnético del Sol y son aceleradas de forma salvaje, empujándolas en todas direcciones Cosmos adentro. Ellas son los principales constituyentes del viento solar, que se propaga bañando a su paso a planetas y satélites.
Una dinamo de hierro fundido
Sin embargo, nuestro planeta está protegido contra este viento solar. El calor de la Tierra es capaz de producir corrientes de hierro fundido en las capas externas de su núcleo. Como el aire de una habitación, el hierro más caliente asciende, enfriándose poco a poco hasta que se vuelve a hundir, aumentando así su temperatura y volviendo a empezar el ciclo. Son corrientes convectivas que, como si se tratara de una gigantesca dinamo, producen un campo magnético que escapa de La Tierra a través del polo sur, envolviéndola en todas las direcciones y reentrando a través del polo norte.
De hecho, los polos magnéticos de un planeta se encuentran son los lugares donde el campo magnético cruza su superficie lo más perpendicularmente posible. En cualquier caso, ese es nuestro escudo, la magnetosfera, una zona alrededor del planeta bajo el influjo del campo magnético que general su núcleo. El lugar donde ocurre la batalla entre la Tierra y el Sol.
No puedes pasar
Como hemos dicho, el viento solar está formado por partículas con carga eléctrica (electrones y protones) las cuales son sensibles al magnetismo. Al igual que fueron separados del Sol por un campo magnético, la magnetosfera terrestre actuará sobre el viento Solar, desviando sus partículas e impidiendo que choquen con la superficie de la Tierra. No obstante, algunas quedan atrapadas por la magnetosfera y comienzan a seguir las líneas del campo magnético, esas que nos envuelven de polo a polo.
Como si fueran autopistas, las partículas las recorren a altísimas velocidades, concentrándose cada vez más hasta chocar con los átomos que componen la atmósfera de los polos. Así comienza la batalla, el viento solar suministra energía a estos átomos, “excitándolos” durante un tiempo. Sin embargo, en estas condiciones de excitación el átomo no es estable, tiene que disipar la energía y lo hace emitiendo fotones, partículas de luz. Eso son las luces del norte.
Luz verde
Pero la complejidad de las auroras no ha hecho más que empezar, porque no todos los átomos son igual de excitables y no todos están igual de expuestos al viento solar. Cuanto más se excitan más energéticos son los fotones que liberan, y esa es una de las claves de su belleza. Porque es radiación electromagnética, “ondas” de luz, y la distancia entre los picos de esas ondas determinan su color. Cuanto más energético sea el fotón más cerca estarán sus ondas y más azul será, mientras que, si es poco energético, las crestas de la onda se distancian mostrándose ante nuestro cerebro como un color rojo.
Nuestra atmósfera está formada mayormente por nitrógeno y oxígeno (78 y 21% respectivamente) sin embargo, este segundo es mucho más excitable y, aunque está en menos proporción que el nitrógeno, acaba siendo el principal productor de auroras. Los átomos de oxígeno suspendidos a 100 kilómetros de altura emiten fotones con longitudes de onda de 577,7 nanómetros, que traducido al idioma de nuestros ojos es “luz verde”.
Mucho más que un color
No obstante, el viento solar que llega a 100 kilómetros de altura no es todo, parte se ha quedado por el camino, interaccionando con átomos de capas superiores. A 320 kilómetros también se producen auroras, aunque como el oxígeno comienza poco a poco a escasear, los fotones que emite son cada vez menos energéticos. En este caso las longitudes de onda son de 630 nanómetros. La luz de estas capas ya no es verde, sino rojiza, y se difumina suavemente a medida que elevamos nuestra mirada. Pero ¿y si bajamos la vista? Puede que la parte alta de una aurora se disipe suavemente, pero su base se corta de forma súbita, como si algo la detuviera en seco.
Lo cierto es que el fenómeno es el mismo, si bien las zonas altas de la atmósfera tienen menos oxígeno que, a medida que bajamos, la concentración de oxígeno vuelve a reducirse, pero esta vez de forma casi inmediata. La aurora ya no tiene suficiente oxígeno y simplemente desaparece, a no ser, por supuesto, que el viento solar esté siendo especialmente intenso, porque en ese caso es cuando entra en juego el nitrógeno y los colores se multiplican.
El nitrógeno ionizado por el viento solar emite fotones rojos y, sobre todo, azules. Una combinación que nosotros vemos como: rosa, púrpura o morado, colores salidos de un cuento de fantasía. Y lo mejor es que, si tenemos rojo, azul y verde, la combinación de estos tres colores pone a nuestra disposición todo el espectro de luz visible para que, combinándolos, podamos pintar los cielos más coloridos. Por desgracia nuestra atmósfera es la que es y su disposición encorseta un poco la paleta con que el viento del Sol pinta nuestros polos, pero hay una buena noticia, porque nuestro vecindario cósmico está repleto de otras auroras.
Auroras extraterrestres
Todo lo que necesitamos para producir buenas auroras es: una fuente de partículas cargadas eléctricamente (nuestro Sol), una buena concentración de átomos que se exciten al chocar con ellas (una atmósfera) y algo que sirva de “embudo”, concentrando esos choques en una pequeña parte del cielo (un campo magnético). Parece mucho, pero resulta que son características que compartimos con muchos otros planetas. De hecho, algunos de ellos nos superan con enorme diferencia.
Júpiter y Saturno tienen atmósferas mucho más profundas y campos varias veces más potentes que el nuestro. Las condiciones perfectas para producir auroras que, de hecho, ya hemos visto, brillando en el espacio a través de millones de kilómetros de vacío. Todo gracias a la sonda Cassini-Huygens, al Telescopio Espacial Hubble y a la sonda Galileo (casualmente el mismo Galileo que le dio su nombre a las auroras) Las sospechas se confirman, nuestras auroras no están solas.
Sus atmósferas no tienen nada que ver con la nuestra y en ellas los colores azules y el ultravioleta son mucho más frecuentes. Más allá de eso no parece haber grandes diferencias, todo funciona de forma muy similar, salvo por Júpiter, en él hay un último misterio. Parte de su flujo de partículas no viene del Sol, sino de una de sus lunas: Io. Se trata de uno de los lugares más volcánicos de nuestro sistema solar, inyecta partículas con cada erupción de sus calderas. Las pateras de Io, que así se llaman, son muy activas, contribuyendo a aumentar la intensidad de auroras tan grandes que engullirían a la Tierra sin apenas notarlo.
Un universo de auroras
A estas alturas aceptamos a las auroras como un fenómeno más, casi consustancial a los sistemas solares. Las encontramos allí a donde miramos, porque, a decir verdad, hemos cazado auroras débiles y difusas en Marte y Venus, que carecen de campo magnético. Sabemos que incluso las lunas del gigante Júpiter tienen sus propias auroras y que fuera de nuestro sistema solar podemos encontrarlas, ya no en planetas, sino en estrellas enanas marrones, como LSR J1835+3259.
Las luces del norte son, en cierto modo, las luces del Cosmos. Un fenómeno inigualable en el que planetas, lunas y soles parecen estar hablando. Colores que bailan en la noche eterna del espacio y que son lo más parecido a la magia que nuestros ojos de primate pueden ver.
QUE NO TE LA CUELEN:
- Las auroras no tienen nada que ver con el frío ni con la nieve, son un fenómeno electromagnético.
- Pueden verse auroras “lejos” de los círculos polares, todo depende de la intensidad del viento solar. Los picos en los ciclos de las manchas solares (de 11 años) coinciden con un gran aumento del óvalo de auroras, la zona donde estas suelen ser visibles en torno a los polos.
- No es indispensable un campo magnético para que se produzcan auroras, sin embargo, este ayuda a concentrarlas en los polos, haciéndolas más intensas. De hecho, se han detectado parches locales de auroras poco intensas en planetas sin campo magnético, como Marte y Venus.
REFERENCIAS:
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