Historia

Ciencia

Cuando la ciencia exploraba el mundo con la lengua

Algunos científicos han desarrollado la extraña costumbre de paladear sus objetos de estudio para conocerlos mejor y, por suerte, hay una explicación histórica

Renacuajo suspendido en una gota de agua
Renacuajo suspendido en una gota de aguaSkitterphotoCreative Commons

Freud estaba equivocado en prácticamente todo lo que dijo, pero si el psicoanálisis no fuera una pseudociencia podríamos resumir este artículo comentando que los científicos, en cierto modo, siguen anclados en su fase oral. No son pocos los investigadores que, durante su historia, se han visto tentados a paladear su objeto de estudio, ya fuera una roca, renacuajos u orina. Aunque para ser justos, cabe decir que tenían buenos motivos para hacerlo.

En nuestro siglo XXI tenemos la tecnología necesaria para analizar la composición química de una sustancia. Gracias a la espectroscopía podemos conocer incluso la composición atmosférica de planetas que orbitan en torno a otras estrellas. Estamos malacostumbrados y hemos olvidado que durante la mayor parte de la historia la mejor tecnología con la que podíamos contar para este cometido era biológica: el gusto y el olfato.

¿Por qué beber orina?

Estos sentidos son como pequeños laboratorios químicos y a ellas le debemos nuestra supervivencia, al ser capaces de distinguir entre comida normal y corriente, una sustancia tóxica o un alimento en mal estado. Pero, no olvidemos que sus aportes a la humanidad han ido mucho más allá y entre ellos se encuentra uno de los primeros criterios para diagnosticar la diabetes.

En el 250 a.C., Apolonio de Menfis usó por primera vez el término diabetes en lenguaje escrito. Significaba algo así como “lo que hace pasar a su través” o “lo que va a través” haciendo referencia a que el agua que bebe el diabético parece abandonar su cuerpo sin casi cambios y en abundante cantidad, como si saliera tal como entró. No obstante, algo sí había cambiado en ese líquido (aparte de la poliuria) y los griegos lo sabían: era dulce. Este fue el motivo por el que, en 1425, Thomas Willis añadió el apellido “mellitus” a la enfermedad, haciendo alusión al dulzor de la miel. Es mejor no cavilar demasiado sobre cómo descubrieron este extraño regusto en la orina de los pacientes diabéticos, pero se hace difícil no pensar en ello al saber que indios, chinos, egipcios y otras civilizaciones bastante desconectadas en aquella época descubrieron lo mismo de forma independiente: sabor dulce en la orina era sinónimo de diabetes.

Tardarían años en descubrir el motivo, que la deficiencia de una sustancia llamada “insulina” hacía que los azúcares consumidos por los pacientes no pudieran ser almacenados correctamente en el hígado como glucógeno, quedándose en el torrente sanguíneo en grandes cantidades sin poder ser aprovechados por el organismo. Grandes cantidades que solo podían pasar a la orina aportando su característico dulzor. Puede que ahora entiendas mejor el apellido del otro tipo de diabetes. Una diabetes donde el azúcar no tiene mucho que ver y el verdadero problema es que el riñón no es capaz de concentrar la orina, eliminándola muy diluida y en grandes cantidades: la diabetes insípida.

Lamiendo piedras

Los geólogos son famosos, entre otras cosas, por chupar rocas. No es un mito o una exageración, se trata de una práctica relativamente común que puede ayudar más de lo que parece a determinar la composición de las rocas. En ocasiones puede haber integradas en la estructura de un mineral, o directamente, estar enteramente compuesto por “sal de mesa”, como la halita. Ésta forma bloques traslúcidos medianamente cúbicos que podrían ser confundidos con otras sustancias, como el cuarzo, motivo por el cual, durante una visita al campo, lamer rocas puede ser la mejor forma de identificarlas. No obstante, es relevante decir que muchos de ellos utilizan sus característicos martillos de geólogos para partir la roca y así probar su interior, mucho más limpio que la terrosa superficie.

A veces, por desgracia, está mal visto partir la roca. No por extraños códigos de conducta, sino porque podría ser un fósil y eso ha de conservarse lo más indemne posible. Pero ¿por qué habrían de paladear un fósil los geólogos? Normalmente su aspecto externo no deja lugar a dudas, se ve una concha, un caparazón o directamente huesos. El problema es que esos huesos, por ejemplo, no siempre son reconocibles a simple vista, pueden ser fragmentos algo erosionados. En estos casos (y no pudiendo partirlos para exponer su limpio interior) los paleontólogos y geólogos pueden verse obligados a tocar su superficie con la lengua. Si se trata de un fósil es probable que la húmeda se les quede pegada debido a la porosidad de los fósiles, que la secarán casi de inmediato.

Cata a ciegas de renacuajos

No podemos negar que, entre tanta ciencia, parte de estas costumbres se popularizaron como ritos de pasos, eso que en nuestra cultura llamamos “novatadas”. Hacer que tus alumnos chupen un insecto es una buena forma de compensar con alguna que otra risa las condiciones laborales de los docentes. Puede que fuera esto lo que tenía en mente Richard Wassersug cuando les propuso a 11 de sus alumnos hacer una cata a ciegas de renacuajos. La excusa, por supuesto, era bien distinta. Lo que Richard pretendía saber era cómo podían sobrevivir las especies de renacuajos más grandes, lentos y llamativamente coloridos. A todas luces parecían un blanco fácil para los depredadores.

En 1971 aquel estudio sería publicado en The American Midland Naturalist con el título: Sobre la palatabilidad comparada de algunos renacuajos de la temporada de sequías en Costa Rica. En él se describe en detalle lo que el amable profesor solicitó a sus 11 incautos pupilos. Su cometido era catar ocho especies diferentes de renacuajo y valorar su sabor mediante unas escalas ya fijadas. Wassersug sospechaba que aquellos renacuajos aparentemente más vulnerables debían poseer un sabor sumamente desagradable que utilizaban como elemento disuasorio. El artículo científico relata el procedimiento tal y como sigue:

“[…] el renacuajo era aclarado en agua. Más tarde, el catador colocaba el renacuajo en su boca y lo mantenía en ella durante 10-20 segundos sin mordisquearlo. Entonces, el catador debía morder la cola, rompiendo la piel y mascándola levemente durante 10-20 segundos. Durante unos últimos 10-20 segundos, el catador deberá morder por completo y con firmeza el cuerpo del renacuajo.”

Las conclusiones del estudio no fueron gran cosa. Es verdad que apoyaban las sospechas de Wassersug, pero no eran determinantes. El propio investigador añadía al final del documento unas frases a caballo entre la autocrítica y la socarronería: “Esperemos que algún día, esto pueda ser verificado con una muestra más grande de renacuajos y un depredador diferente y más natural”.

Cecina prehistórica

El mismo Charles Darwin estaba obsesionado con degustar cada nueva (o vieja) especie que encontraba. Alegaba que, si podemos trazar parentescos entre distintas especies apoyándonos en su aspecto exterior, por qué no en su sabor. Cuentan las malas lenguas que varios ejemplares de mamuts encontrados bajo el perenne hielo de Siberia también pueden haber sido catados, aunque no hay prueba de ello. Sí las hay, en cambio, en el cuerpo de Blue Babe, un ejemplar de bisonte estepario momificado por el frío de Alaska. Al parecer, sus descubridores cortaron una tajada de piel, grasa y carne del cuello por pura curiosidad. Cecina (en el sentido americano) de más de 5.400 años de antigüedad.

Y por supuesto, cómo olvidarnos de los químicos. Durante muchos siglos, alquimistas y químicos fueron asiduos catadores de sus descubrimientos. Cada sustancia tenía un sabor más o menos único que algunos investigadores se esforzaban en recordar. Sin duda, podemos decir que la seguridad laboral no era una prioridad en aquellas épocas. Por suerte, todo esto lo hemos dejado atrás, y aunque algunos geólogos siguen “lamiendo” rocas en sus salidas al campo, es solo porque no llevan consigo la tecnología necesaria para analizarlas con precisión (o así se justifican ellos). Sea como fuere, la ciencia siempre ha estado más o menos ligada a este tipo de extraños banquetes.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Nuestro olfato, que está íntimamente relacionado con lo que solemos considerar “gusto”, es un complejísimo laboratorio de química capaz de diferenciar moléculas realmente similares entre sí. No tenemos la nariz más sensible del reino animal, pero sigue siendo relevante para una primera aproximación en ciencia. Por ejemplo, los microbiólogos suelen reconocer algunas cepas de bacterias u hongos por su característico olor incluso antes de someterlas a pruebas rigurosas. Un ejemplo son las bacterias del género Pseudomonas, con un aroma desagradablemente dulce.

REFERENCIAS (MLA):