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Cerebro

¿Cómo decide el cerebro qué debe recordar?

Los responsables del estudio señalan que el proceso es similar al del sistema inmune y a las de las células de nuestro cuerpo.

Cerebros creados con células de cinco personas distintas. Noelia Antón-Bolaños and Irene FaravelliNoelia Antón-Bolaños and Irene Faravelli

Durante décadas, el modelo dominante de la memoria era relativamente simple. Se asumía que el hipocampo se encargaba de los recuerdos recientes, mientras que la corteza cerebral almacenaba los recuerdos duraderos. Si un recuerdo superaba cierto umbral, pasaba de una zona a otra y quedaba, en esencia, guardado para siempre. Pero ese esquema no explicaba un hecho evidente: hay recuerdos “a largo plazo” que se esfuman al cabo de semanas, mientras otros permanecen intactos durante toda una vida.

Cada día, el cerebro humano transforma impresiones fugaces, una frase escuchada al pasar, una emoción inesperada, un momento desagradable, en recuerdos que pueden durar horas, años o toda la vida. Pero no todo se conserva. La mayoría se pierde. La gran pregunta, que la neurociencia lleva décadas persiguiendo, es cómo decide el cerebro qué vale la pena recordar y durante cuánto tiempo.

Un nuevo estudio publicado en Nature, liderado por la neurocientífica Priya Rajasethupathy, propone una respuesta sorprendente: la memoria a largo plazo no depende de un único “interruptor” biológico, sino de una serie de temporizadores moleculares que se activan de forma progresiva en distintas regiones del cerebro. Una especie de sistema de filtros que promociona algunos recuerdos y degrada otros hasta hacerlos desaparecer.

Estudio previos del mismo grupo ya habían identificado una pieza intermedia clave: el tálamo. Esta estructura profunda del cerebro no solo participa en el procesamiento sensorial, sino que también actúa como un nodo de decisión que ayuda a seleccionar qué recuerdos se estabilizan en la corteza y cuáles se descartan. El nuevo trabajo va un paso más allá y muestra que ese proceso no ocurre de una vez, sino por etapas.

Para estudiarlo, el equipo de Rajasethupathy utilizó un sistema de realidad virtual en ratones, diseñado para generar recuerdos con distintos grados de “importancia”. Al repetir algunas experiencias más que otras, lograron que ciertos recuerdos fueran más persistentes. Luego, combinaron ese modelo conductual con herramientas de edición genética para observar qué pasaba cuando se alteraban genes concretos en el tálamo y en la corteza.

El resultado es un modelo escalonado de la memoria. En lugar de un interruptor de encendido y apagado, el cerebro utiliza una secuencia de programas genéticos que se activan a diferentes velocidades. Los primeros permiten una retención breve y facilitan el olvido rápido. Los siguientes son más lentos, pero consolidan recuerdos cada vez más duraderos.

En este proceso destacan tres reguladores moleculares. Dos de ellos actúan en el tálamo y ayudan a mantener el recuerdo en una fase intermedia, favoreciendo la comunicación con la corteza. El tercero entra en juego más tarde, ya en la corteza cingulada anterior, y activa cambios profundos en la organización genética de las neuronas, haciendo que el recuerdo sea especialmente resistente al paso del tiempo.

La lógica es clara: si una experiencia no “entra” en estos temporizadores sucesivos, el cerebro está preparado para olvidarla. Solo aquello que demuestra su relevancia progresa hacia formas de memoria más estables.

Uno de los hallazgos más sugerentes es que algunos de los mecanismos implicados no son exclusivos del cerebro. Ciertas proteínas responsables de fijar recuerdos a largo plazo también participan en la memoria del sistema inmunitario o en el desarrollo embrionario, donde ayudan a que las células “recuerden” qué tipo de célula son. El cerebro, en este sentido, estaría reutilizando herramientas biológicas muy antiguas para sostener la memoria cognitiva.

Más allá del interés conceptual, el trabajo tiene implicaciones clínicas. Comprender qué programas genéticos mantienen los recuerdos abre la puerta a nuevas estrategias frente a enfermedades neurodegenerativas, como el Alzheimer. Si se identifican rutas alternativas para consolidar recuerdos, quizá sea posible sortear regiones dañadas del cerebro y permitir que otras áreas asuman parte de esa función.

Lejos de ser un acto puntual, recordar resulta ser un proceso dinámico y continuo. No decidimos una vez qué conservar: el cerebro lo evalúa constantemente, ajustando la duración de cada recuerdo en función de su relevancia. La memoria, sugiere este estudio, no es un archivo estático, sino una negociación permanente entre lo que somos, lo que vivimos y lo que merece quedarse.