Parece que se las arregle para tomarse el café mientras no estoy mirando. Inclino la vista hacia la libreta para apuntar un gesto; me pierdo otro. El líquido ha bajado y todavía no he visto que se haya llevado la taza a los labios.
Me pregunto si lo hará todo así, de perfil a las presencias ajenas, esquivando cualquier ademán que pueda desprenderse de esa imagen de elegancia que ha entretejido durante setenta y dos años, para él mismo y para todos los que han vestido sus trajes.
No tiene manos de sastre –son grandes, venosas, manchadas por el sol y la edad– pero sí tuvo estómago para serlo. Le hizo el más débil de sus hermanos, y mientras éstos se colocaban rápidamente en sendas fábricas de construcción, él, por decisión materna, empezó a buscar un oficio «más delicado» en la página de anuncios de los periódicos.
Como aprendiz, con 14 años y en un taller de la Avenida María Cristina, ganaba como para pagarse el tranvía, aunque muchas veces no lo pagaba: se subían en el escalón exterior, él y los más espabilados, y cuando llegaba el revisor apagaban las luces del vagón. Con las manos juntas encima de la mesa recuerda y esboza una sonrisa pequeña, que parece moverse hacia dentro y no buscar más complicidad que la propia en esa calle adyacente a la Plaza del Ayuntamiento de Valencia.
Era, según cuenta, el aprendiz eterno, porque los puestos en el taller ya estaban asignados. «Estaba para hacer los recados, y me sabía València mejor que cualquier taxista», explica. Se marchó a la mili y, al volver, preguntó cuál sería su estatus si volvía a entrar a trabajar. «El mismo», le dijeron. «Yo siempre he sido muy atrevido, y no quería seguir de aprendiz. Encontré otro taller y le dije al sastre que quería hacer trajes», cuenta. «En cosa de una semana me enseñó y ya estaba cosiendo chaquetas».
Así fue como en un un taller heredado de la calle Sagunto, Pablo Arribas empezó a hacerse un nombre en la costura valenciana. Fueron varios compañeros los que, con los años y la llegada de El Corte Inglés, cerrarían sus sastrerías. Pablo la mantuvo, y aunque oficialmente está jubilado, acepta algunos encargos porque dice que si dejara de coser se moriría de aburrimiento. No quiere montar una escuela de costura, y sus hijos tampoco seguirán el oficio paterno.
Esas manos que no son de alfayate han vestido –con el traje regional– a algunas de las personalidades valencianas de la política y el mundo empresarial, a través de casas como 1700 -de Jorge Fabuel-, L’armari de fallera o Cosas Cucas. Aunque prefiere no decir nombre propios, en su modestia se entrevén las puntadas del orgullo del artesano, que acaba una pieza y la admira a la luz del día, sabiéndola irrepetible e irrecuperable.
Me enseña, en el teléfono móvil, alguna de estas obras: serrano, torrentí o saragüell, la triada de los mal llamados «trajes de fallero». El único traje que se denomina de fallero, explica, es el negro. «En València se llama traje de fallero a todo, pero cada uno es de una zona y tiene unas características diferentes: por eso es mejor llamarlos trajes regionales», explica. «Con el traje regional valenciano no hemos inventado la pólvora, pero representan la cultura valenciana».
Cuando va a hacer un traje a medida, él es quien guía al cliente y le aconseja sobre el corte o los colores, pero el cliente decide siempre en última instancia. Nunca ha vestido a mujeres, y no deja de haber algo inquietante en los porqués: «requiere más inversión, y las mujeres son muy difíciles de contentar».
Sin perder el hilo, levanta la mirada cada vez que alguien pasa por delante de la terraza. Dedica tres o cuatro segundos a observar a las personas, de arriba hasta abajo y vuelta a la coronilla. Estudia los vestidos, las poses, el porte. Parece decepcionarse siempre, pero no desiste y sigue buscando. Difícil de contentar.
Además de los trajes regionales, ha cosido también infinidad de trajes de músico para las bandas de la Comunidad Valenciana. «Desde Vinaròs a Oriola, de Morella a Guardamar, como dice la canción, he llegado con las bandas de música», recuerda.
Cuando se me han acabado las preguntas, le digo que si quiere hablar de algo que no hayamos mencionado. Recuerda entonces el trabajo de su madre en la casa familiar, de los hermanos en las fábricas, del padre en los campos de un pueblo manchego. De las ovejas que pastoreó alguna vez con siete años, y de que sin el trabajo de los que le rodeaban, que le llenaba ese estómago enfermizo, no hubiera podido ser aprendiz de nada.
Se ajusta las gafas de montura dorada, fina. Para trabajar se pone otras, menos elegantes, de pasta negra. El pelo blanco, peinado hacia la izquierda, no se ha movido desde que nos sentamos. Pienso en los duendes de los hermanos Grimm que, en «Los duendes y el zapatero» se cuelan en un taller de zapatos y cosen primorosamente mientras pasan desapercibidos. La taza de café está ya vacía.