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Diario de una cuarentena con niños: Día 47

Las trompetas no están prohibidas y una señora grita desde el balcón: “¡Qué bonito ver niños!”

Tercer día de salida de los niños durante el confinamiento
Dos niños pasean en bicicleta por la Plaza de Cataluña de Barcelona este martes, cuando se cumplen 45 días de confinamiento por el estado de alarma decretado por el Gobierno por la crisis del coronavirus. EFE/Enric FontcubertaEnric FontcubertaEFE

¿Las trompetas estarán prohibidas hasta que se muera el coronavirus?, pregunta Pablo Sala a su padre Carlos Sala. No, no he confundido el permiso que tienen los niños para salir a pasear una hora con el fin del confinamiento y me he pasado por casa de mis compañeros de redacción para saber si están “más o menos bien”, como dicen a través del teléfono. Pero he leído el diario del día 46 de una cuarentena con niños. Ese donde el hijo pregunta si las trompetas estarán prohibidas hasta que se muera el coronavirus, porque piensa que el instrumento actúa como un dispersor de moléculas infectadas desde las que el SARS-COV-2 busca a nuevas víctimas. Y como su padre se va por los Cerros de Úbeda y no le responde, quería decirle que en nuestro barrio, en el homenaje de las ocho, hay alguien que toca muy muy fuerte un trompetón de estos que suenan en los campos de fútbol. Y que las gotículas que entran por la boca de la trompeta no salen por la cola.

Sobre el aplauso de las ocho, el domingo, después de que los niños y los padres convirtiéramos algunas aceras en un día de carnaval, un médico intensivista que lleva 40 días partiéndose el alma para salvar a enfermos de coronavirus dijo que nos metiéramos las palmadas adentro de casa.

He de admitir que el domingo, cuando salí de casa a por los periódicos y me crucé con dos niños en patinete, me puse a llorar como una magdalena. Menos mal que una señora con canas gritó con alegría desde el balcón: “¡Qué bonito ver niños!”. Porque yo lloraba y reía, pero en vez de loca, me sentí humana.

Llegué al quiosco con los ojos rojos. “La alergia, ya se sabe”, digo. Podría haber cambiado la erre de lugar y haber dicho: “La alegría, ya se sabe”. Pero aunque un microbio como el coronavirus ha hecho arrodillarse a la humanidad y nos ha recordado que somos animales vulnerables, aún nos da vergüenza que nos vean llorar, porque en algún momento alguien dijo que llorar era sinónimo de debilidad.

Al llegar a casa, los niños me esperaban con la bicicleta y la moto de plástico. Es pronto, vivimos en un barrio muy tranquilo, apenas hay gente por la calle, y como llevamos mes y medio en la misma casa, yo salgo con Marc que se cree Miguel Indurain, y el padre, con Bruna, que va a lomos de una moto de plástico que hace avanzar con sus pies a 0,5 kilómetros la hora.

Nos perdemos de vista, pero como le he dicho a Marc que tenga cuidado con la policía, cuando ve el coche de azul, pedalea todavía más deprisa. Aunque hay que esperar a la semana que viene para poder salir a hacer deporte, detrás de él, parece que me esté preparando para correr una media maratón.

De pequeña, yo también tenía miedo a la policía. Aunque lo mío, era exagerado. Cuando tenía seis años, me perdí en el zoo y tardaron horas en encontrarme porque me iba escondiendo de todos los agentes con uniforme que veía. Al final, me encontró una familia camuflada junto a una jaula y la muy traidora me entregó a la policía, pese a que me puse a gritar, “a la policía, no, a la policía, no, por favor”. Pero, al final, fue la policía la que me devolvió a mi madre que estaba a punto de infartar.

“Me siento muy bien, mamá”, me dice Marc cuando regresamos a casa. “Yo también”, pienso. Pero la alegría me dura hasta que veo el tuit del médico intensivista que llama a los padres insensatos. “Ves imágenes de unos niños jugando a fútbol y a unos padres mirándoselo, divertidos, y piensas que no han entendido nada”, me dice al día siguiente el pediatra y epidemiólogo del ISGLobal, Quique Bassat, durante una entrevista para preguntarle qué consecuencias pueden tener las imágenes que vimos el domingo de algunas calles llenas con padres y madres paseando. “Estamos obligados a ser prudentes, porque si nos equivocamos ahora, la consecuencia no es un lo siento, la consecuencia es que la gente se morirá”, dice. Ayer y hoy, me quedo en casa. Los niños salen con su padre. Hoy dicen que no se han cruzado con nadie. Y por la noche, cuando repasamos los mejores momentos del día, a Marc se le ocurre decir cuando ha visto una serie que no soy capaz de pronunciar, pero Bruna dice “cuando he salido de paseo”. Esa hora de libertad que los adultos hemos de cuidar para que no se la quiten.