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ARCO 2020: Cuánta pintura y qué aburrimiento

La feria se presenta este año concebida para vender y deja un escaso margen a la experimentación y las revoluciones estéticas de otros años
Luis DíazLa Razón
La Razón
  • Pedro Alberto Cruz Sánchez

    Pedro Alberto Cruz Sánchez

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La feria es más feria que nunca. Los expositores –como es lógico, legítimo y deseable– han venido a vender. Cuanto más, mejor. Y este deseo de rentabilizar su presencia en la cita madrileña tiene lugar en un contexto marcado por el miedo y la incertidumbre. Vender es un concepto muy genérico que, en cualquier ámbito –y sobre todo en el del arte–, se encuentra condicionado por estados de ánimo tan volubles como impredecibles.
¿Qué es aquello en lo que un coleccionista está dispuesto a invertir en febrero de 2020? Esa es la pregunta clave que todos los galeristas presentes se habrán hecho a la hora de realizar la selección con la que acuden a ARCO. Y, a tenor de lo que se desprende del recorrido por los pabellones 7 y 9 de Ifema, lo que el mercado demanda a día de hoy es cero riesgo y, por lo tanto, parámetros reconocibles, confortables, sin mucho margen para la experimentación y las revoluciones estéticas.
En líneas generales, la feria se ha profesionalizado tanto que apenas si queda espacio para la confrontación y las sorpresas. Este año, incluso, en esta ausencia de perturbaciones, tampoco ha habido lugar para la ya clásica provocación de Santiago Sierra que tanto ha animado las ediciones anteriores. El deambular por los stands deja, en consecuencia, una sensación de sopor que termina por desembocar en el bostezo y la abulia más absoluta.
De hecho, una de las circunstancias que más sorprende de Arco 2020 es la baja intensidad política del conjunto de la feria. En un mundo azotado por los populismos, con los Trump, Bolsonaro y compañía campando a sus anchas, lo previsible era encontrarse con un sector artístico levantado en armas, blandiendo discursos como espadas afiladas contra el enemigo. Pero nada más lejos de la realidad: salvo contadas excepciones –el retrato de un joven Juan Carlos I, de Pedro G. Romero, y piezas de Regina José Galindo, Teresa Margolles o la colombiana Milena Bonilla–, lo político, o brilla por su ausencia o alcanza un nivel de sutileza expresiva que pasa desapercibida entre el acomodo general. El arte ha optado por taparse con la cálida manta de un «ombliguismo» estético que espanta el activismo para abrazarse a lo comercial. El cauce elegido parece ser el de reavivar problemas y propuestas de otros tiempos, desempolvadas sobre la marcha como si de un socorrido fondo de armario se tratase.
Volver a los 80
¿De verdad que la pintura ha muerto? Porque si los relatos sobre el arte contemporáneo tienen razón y la pintura dejó de ser un lenguaje actual en los años setenta, ARCO 2020 solo puede ser calificado como un «Walking Dead» de grandes proporciones. Cientos de pinturas, al modo de zombis hambrientos y ávidos por devorar cuanto se les ponga por delante, se multiplican por los muros de los más de doscientos expositores para hacernos ver una evidencia: la teoría va por un lado y la realidad por otro. Hay más pintura que nunca. Pintura hasta decir basta, sin medida, y de calidades muy diversas. Resulta evidente que los galeristas han optado por el objeto fácilmente transportarle y exhibible, huyendo de otros lenguajes –como la instalación o el vídeo– que, ay, Dios mío, vuelven a ser tachados como de «demasiado arriesgados». No exageramos si se afirma que ARCO 2020 transmite la impresión, en no pocas ocasiones, de ser una edición de la feria de los años 80, o, incluso, de los 70, si es que hubiera existido en aquella década.
El primer factor que contribuye a afianzar esta impresión «retro» es la enorme cantidad de monocromos y de pinturas herederas del «Op-art» que se pueden encontrar. En lo que respecta a la primera especie, hay una descarada apuesta por un arte eminentemente formalista que, para no caer en el adocenamiento y la repetición de modelos de los años 50, se camufla con cierta pátina de experimentación. Nos encontramos así con «monocromos impuros» que juegan con texturas y formatos dentro de unas coordenadas de decoro y limpieza.
Un ejemplo paradigmático de este modo de proceder sería el del brasileño Sidival Fila, en la Baró Galería de Sao Paolo, cuyos monocromos negros rompen la homogeneidad de la superficie pictórica provocando suaves «erupciones» en su parte inferior. En lo que respecta a la reelaboración de los principios visuales del «op art», ARCO sufre una auténtica plaga de cuadros de distinto formato en los que pulcramente se juega con el efecto hipnótico provocado por los juegos de visión. El caso del suizo Philippe Decrauzat es especialmente revelador. El acrílico sobre lienzo de más de seis metros de largo que expone en Parra & Romero se articula como un gigantesco friso en el que las ondas de luz se expanden para confeccionar una infalible trampa visual en la que queda atrapado el espectador.
Cuando se visita la feria el lamento que resuena como un continuum es: «Quiero ver menos y pensar más». Sales con los ojos agotados por tanta sobredosis formalista y con la mente desengrasada por la falta de actividad. Ojalá se venda mucho. Porque, de ser así, al menos habrá existido una razón para tantas renuncias.
El retorno al orden por principio
Si existe una auténtica pandemia estética que sacude esta edición de ARCO es la de la deconstrucción de las diferentes formas de abstracción geométrica. Exaspera la reiteración de fórmulas que, en la mayoría de los casos, suponen relecturas más «limpias» o más «sucias» de los cánones vanguardistas y que, en última instancia, evidencian la necesidad de un «retorno al orden» que domina en este momento tan conservador del mercado.

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