El valor de un hombre libre
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En esta –LA RAZÓN– que fue su casa durante tantos años, donde pudo escribir con libertad y era leído con avidez en su Tribuna del domingo, José Jiménez Lozano publicó el que será probablemente su último artículo. Se titulaba «Las estampas del campo» y era, y es, una evocación entre irónica y un poco sentimental de un mundo que con él se va para siempre: el del gusto por las cosas y la lengua del campo, nunca muy cultivado en nuestro país. Como siempre, la tribuna era una lección magistral de cómo se engarza la reflexión escéptica y atenta sobre el presente –el más crudo, el de las subvenciones y la arquitectura deshumanizada– con un pasado distinto, tal vez inmediato, como la visión de «la luna que se alza grande y roja en el atardecer campesino», que a su vez constituye de por sí una visión de la eternidad.
Desde el pequeño Port Royal de su casa de Alcazarén, entre Olmedo y Valladolid, Jiménez Lozano –Pepe, el maestro– contemplaba el mundo y nos contemplaba a todos con la perspectiva de lo infinitamente grande y superior, aquello que es imaginable sólo gracias a sus obras, pero que irradia en estas, por modo inagotable, su majestad, su gloria y su belleza. Nos miraba, en realidad, como si confiase siempre en que fuéramos capaces de alcanzar la dignidad que se transparentaba en cualquier gesto suyo, en su cortesía sin límites, en la viveza de una mirada que nunca podría apagarse. (La última vez que estuve allí, al volver a su casa de comer con él y un amigo, vi al borde de la carretera a un hombre joven, con un azor espléndido en la muñeca del brazo tatuado: fui el único en verlo: la sola presencia del maestro suscitara lo más inesperado).
Eso es lo que Jiménez Lozano tenía el don de encontrar: la imagen perfecta, la palabra justa y dignificante, como si la revelara ante nosotros, en la conversación o durante el proceso de escribir, proceso que un estilo inimitable, vivo para siempre, permitía comprender en su realidad cabal. Cada vez que lo leemos, asistimos a la revelación de lo más importante, aquello que siendo completamente otro, ajeno, inimaginable, está ahí, de pronto, como lo más cercano, lo más fácil, lo más asequible y humilde.
En el fondo, la prosa de Jiménez Lozano –y su obra vuelve una y otra vez al mismo motivo– mostraba la posibilidad de la santidad: actitud de puro reconocimiento y gratitud, sustento a su vez de una virtud a la que también dedicó muchas páginas, como la «Guía espiritual de Castilla» o «El mudejarillo», y que no es otra que la tolerancia. Tolerancia entendida como aceptación amorosa, con criterio, de lo que nos es ajeno. En el último libro en el que participó – «La Hora de España», un conjunto de textos editados por quien esto escribe-, aceptó volver a tratar el asunto, ahora desde un punto de vista que le obsesionaba: el de cómo la tolerancia, tal como la entienden los modernos y los postmodernos –en la línea de la secta institucionista que a él mismo le fascinó un tiempo- se convierte en una de las mejores formas de castigar la libertad y negar cualquier posibilidad de convivencia que no sea entre iguales.
Entre sus más grandes libros –todos de formato y de dimensiones hondamente humanas– está «Parábolas y circunloquios de Rabí Isaac Ben Yehuda» (1325-1402), elogio de la libertad que reinó un tiempo en la Castilla que tan bien conoció, y tan preciso en sus términos que un hispanista llegó a creer que el rabino perseguido de sus páginas había existido en verdad… Con el maestro Jiménez Lozano se va también el último grande, el único escritor en el que el idioma más hermoso, como escribió en su última Tribuna de LA RAZÓN, seguía vivo, y en cuya prosa se podía escuchar a Santa Teresa, a Don Juan Manuel, a Sem Tob, a Fray Luis y al santo pueblo que les dio a todos ellos la posibilidad de recrear un mundo que ya sólo conoceremos en sus páginas.