El cuadro de la reconciliación
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La flor del abrazo, según Joan Maragall, siempre da fruto, aunque, si hacemos caso a Ortega, nada se parece tanto a un abrazo como el combate cuerpo a cuerpo. No hay contradicción. En España lo venimos experimentando desde tiempo inmemorial en nuestras propias carnes. Los españoles nos queremos rabiosamente, nos sentimos tan cerca unos de otros -unos más que otros, todo hay que decirlo- que de cuando en cuando nos matamos a dentelladas. Y luego nos volvemos a abrazar.
La muerte de Genovés ha servido para iluminar “El abrazo”, su cuadro más conocido, que luce como símbolo de la reconciliación de los españoles. En su origen fue un cartel de combate, pintado desde la izquierda, en defensa de los derrotados de la guerra civil, un grito a favor de la amnistía. El pintor se inspiró en los abrazos de unos niños a la salida del colegio. Era un intento de recuperar la inocencia perdida.
El presidente Suárez, empeñado en la ardua tarea de la concordia, que cuajó en la Constitución del 78, recuperó el emotivo cuadro, que había emigrado ya a Estados Unidos, para convertirlo en símbolo de la Transición a la democracia. Pero no sirvió de mucho. El famoso cartel estuvo años y años arrumbado en los sótanos del museo Reina Sofía hasta que en el 40º aniversario de las primeras elecciones fue entronizado por fin solemnemente en el Congreso de los Diputados. Y hasta sirvió de paisaje de fondo cuando el PSOE y Ciudadanos firmaron un efímero y frustrado pacto de Gobierno.
A partir de ese fracaso político de Sánchez y Rivera, que podía haber cambiado el rumbo del país, tornaron a la vida nacional los desencuentros, los antiguos enfrentamientos y el desbarajuste. Y en esas estamos. Basta asomarse estos días al palacio de la Carrera de San Jerónimo a la hora bruja en que se piden cuentas al Gobierno para observar el brillo de los puñales en los escaños casi despoblados y en la tribuna de oradores. Otra vez, los amagos cainitas de las dos Españas frente a frente, sin soltar la quijada del asno. No escarmentamos.
El cuadro de Genovés asiste mudo al deprimente espectáculo, convertido en una acusación callada, pero manifiesta. ¡No habéis aprendido nada!, parece gritar desde la pared a los políticos de uno y otro bando. Este grito sordo, esta advertencia es mucho más perceptible hoy para el que no esté sordo del todo con Juan Genovés de cuerpo presente.
“El abrazo” es, como digo, una acuciante invitación a la reconciliación y a la sensatez, pero ocurre en un momento en que los ánimos no están dispuestos. Y además está prohibido abrazarse. Entre los derechos y las libertades públicas debería estar expresamente reconocido el derecho al abrazo. No está recogido en la Constitución porque los padres constitucionales lo dieron por obvio. Y ya ven. Ahora está prohibido
por las autoridades sanitarias. ¿Cómo va a dar fruto la flor del abrazo de Joan Maragall si está prohibido, y no sólo en Cataluña? ¿Qué pinta, acaso no es una provocación intolerable en el templo de las leyes el cuadro de Genovés, si han prohibido abrazarse? ¿Nadie se ha percatado de que la mayor malignidad y peligrosidad del maldito virus, que tiene al mundo con el corazón en un puño, consiste en que nos impide besarnos y abrazarnos? ¿Cuánto resistirá el mundo sin un abrazo? ¡Pobre Juan Genovés! Ha hecho bien en colgar definitivamente los pinceles. Habrá pensado antes de irse: ¡De qué sirve pintar “El Abrazo” si está prohibido abrazarse y además estos no quieren!