Morricone y Williams, más allá de la cultura popular
Las obras de Morricone y John Williams no son bandas sonoras: son música para películas que han contribuido a la cultura contemporánea más que la alta cultura
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Hay algo muy significativo en lo que ha suscrito el jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Artes 2020, concedido exaequo a dos de las grandes leyendas vivas de la banda sonora, Ennio Morricone y John Williams: «Mientras Morricone construyó su reputación poniendo música desde Europa al Lejano Oeste americano, Williams trasladó el espíritu de la tradición sinfónica vienesa a grandes éxitos de Hollywood». En ese toma y daca de culturas musicales, ambos compositores estaban tendiendo puentes entre el cine clásico y el cine moderno, entre el cine europeo (de autor y de barrio) y el cine americano (de autor y palomitero). Eso sí, es tan frívolo reducir a Morricone, con más de 500 títulos en su currículum, a comparsa de Sergio Leone como hacer lo mismo con Williams respecto a Lucas y Spielberg.
Cierto es que el cascarrabias italiano, alérgico a las entrevistas y reticente a sus acríticos clubs de fans, supo definir cómo sonaba la reinterpretación de un género, el llamado «spaghetti western», que a su vez trabajaba con los conceptos de ritmo, montaje y espera integrando instrumentos y elementos sonoros que procedían de la música de vanguardia. Cierto es que Williams parecía reformular las partituras de Miklos Rozsa en las películas menos previsibles –la romántica, maravillosa banda sonora para el «Drácula» de John Badham, por ejemplo–, elevando los decibelios de la dimensión sinfónica del cine clásico hacia cotas extraordinarias. Sin embargo, resistiéndose a las etiquetas, la obra de ambos maestros tienen algo muy poderoso en común: demostrar que la música para cine –que no la banda sonora, expresión que Morricone detesta– ha contribuido mucho más a la música contemporánea de lo que la alta cultura posiblemente ha estado dispuesta a admitir.
Cualquiera de sus trabajos puede escucharse independientemente de las imágenes a las que dan significado, aunque estallen en fuegos artificiales cuando colorean el mundo que contribuyeron a crear. Como bien sabe Tarantino, no hay partitura de Morricone que sea desdeñable. Es decir, se tomaba tan en serio su trabajo para «Agáchate, maldito» o «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» como para el «Decameron» de Pasolini, «La luna» de Bertolucci, «Los intocables de Elliot Ness» de Brian de Palma o «La misión» de Roland Jofee. En sus composiciones se entra lentamente, como en una iglesia; eso sí, a punto para cualquier extravagancia disonante o, por el contrario, para la construcción lenta, atmosférica, de una melodía envolvente, como hecha de seda.
En las de Williams, hay algo de tsunami sonoro, impulsado para crear un flujo de notas reconocible, un leitmotiv que nace para sobrevivir a la posteridad. Incluso para los neófitos en la cinefilia, ¿quién no es capaz de tararear unos compases de «Superman», «La guerra de las galaxias», «En busca del arca perdida» o «E.T., el extraterrestre»? Eso es, ahí está el secreto de ambos: la capacidad para conectar con el imaginario colectivo del espectador y del melómano, la sensibilidad para ingresar en los anales de la cultura popular sin perder un ápice de talento por el camino.