¿Cuándo nació el racismo?
Se trata de una cuestión cultural. En Roma no hubo racismo, pero después nació con violencia. La trágica muerte de George Floyd, recordada ayer con multitudinarias marchas en todo Estados Unidos, ha desencadenado una ola para acabar de una vez con esta lacra
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Los acontecimientos violentos en Estados Unidos tras el asesinato de George Floyd han reavivado la cuestión del racismo. La raza es una construcción cultural para colectivizar a un grupo de personas por sus rasgos físicos. El motivo de «racializar» (palabra que procede del inglés «racialization») a las personas es para tener una justificación biológica para la discriminación y la hegemonía fundándose en prejuicios y tópicos pseudocientíficos o políticos. La idea de la existencia de razas proviene, al menos, de la Grecia Antigua. Aristóteles nos dejó en su obra «Política» el concepto de raza como un pueblo con una misma biología, que, según su observación, correspondía con un nivel de civilización determinado. Aristóteles apuntaba una jerarquía de razas según su nivel científico, cultural y político. Así, quienes habitaban lugares fríos de Europa eran «faltos de inteligencia y de técnica», pero con coraje, y, por tanto, estaban «sin organización política o incapacitados para mandar en sus vecinos». Los asiáticos, al contrario, eran inteligentes y técnicos pero sin coraje, por lo que eran proclives a la esclavitud. La «raza helénica» era «a la vez valiente e inteligente», y por eso «vive libre y es la mejor gobernada y la más capacitada para gobernar a todos». En definitiva, la raza superior tenía la capacidad para esclavizar y dominar a las inferiores. Este planteamiento que ligaba rasgos físicos con inteligencia y, por ende, con la civilización, la organización social, el nivel cultural, la fortaleza militar o el tipo de religión se mantuvo durante siglos. El gran salto se produjo a finales del siglo XVIII. Inmanuel Kant tomó el concepto de raza para explicar la evolución de la Humanidad vinculando la biología con la civilización, y la inteligencia heredada con la hegemonía. De ahí concluía en su obra «Geografía física» (1804) que «la Humanidad existe en su mayor perfección en la raza blanca», porque los blancos encarnaban todos los talentos necesarios para la «cultura de la civilización». Las ideas de civilización e imperio desde el siglo XV, y el surgimiento del nacionalismo y del romanticismo a finales del XVIII, acabaron por perfilar el racismo con una base pseudocientífica. Thomas Malthus publicó en 1838 «Ensayo sobre el principio de la población» en el que argumentaba que los recursos naturales eran limitados y que la población lucharía por ellos, sobreviviendo solo los más aptos. Sobre este planteamiento Charles Darwin dio a la imprenta dos obras básicas para la teoría de la evolución en la naturaleza: «El origen de la especies» (1859) y «El origen del hombre» (1871).
Razas salvajes
Darwin sostuvo que las «naciones civilizadas», las intelectualmente superiores, se imponían a las «bárbaras». La diferencia estaba en la inteligencia y en su aplicación: ciencia, arte, economía y política. La superioridad genética se transmitía, por lo que «dentro de algunos siglos a buen seguro las razas civilizadas habrán eliminado y suplantado a las razas salvajes en el mundo entero». Estos postulados estaban en la corriente general del poligenismo: cada raza tenía un origen genético distinto, lo que justificaba la desigualdad. Al tiempo, la antropometría se inauguró como una disciplina que justificaba las diferencias raciales. Fue la base del «racismo científico». El francés Gobineau causó gran impacto con su «Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas» (1853). El hombre blanco no podía aspirar a «civilizar al negro», decía. La mezcla de sangre solo podía dar una raza que imitase a los blancos, pero no acabaría con «la desigualdad de las inteligencias entre las diferentes razas». La civilización provenía siempre del hombre blanco. La genética garantiza la inteligencia por lo que, sentenciaba, había que mantener la pureza racial para progresar. Las ideas de Darwin encantaron a Marx, otro racista, al punto de mandarle en 1873 un volumen de «El Capital» dedicado: «su sincero admirador». El alemán escribió una carta a Engels en 1862 en la que decía de Lassalle, un adversario, que por «la forma de su cráneo y de su pelo» era claro que descendía de los «negros de Egipto, suponiendo que su madre o su abuela no se mezclaran con la negrada». Los negros eran para Marx una raza inferior, como los mexicanos. Por eso la guerra de Estados Unidos contra México para la anexión de California había sido «en interés de la civilización. ¿O es una desgracia que la espléndida California fuera arrebatada a los vagos mexicanos, que no sabían qué hacer con ella». Los judíos también eran una raza despreciable para Marx. En su obra «La cuestión judía» (1844), el alemán decía que la mejor forma de acabar con el capitalismo y conseguir la emancipación era erradicar el «fundamento secular del judaísmo». ¿Con qué caracterizaba Marx a la raza judía? Con el «interés egoísta» y la usura, porque «su dios secular» era el dinero. No en vano, Adolph Hitler se reclamaba anticapitalista. Marx no se detenía ahí. Escribió que había en Europa «excrementos de pueblos» que eran «portadores fanáticos de la contrarrevolución». Se refería a los gaélicos en Escocia, a los bretones en Francia, y en «España, los vascos». Esas razas reaccionarias habrían de «desaparecer de la faz de la Tierra» en la «próxima guerra mundial”. Y concluía: «Lo cual también es un progreso».
Igualdad política y social
Dos abolicionistas clásicos cayeron también en el racismo. El primero, Abraham Lincoln. El 18 de septiembre de 1858, en la campaña electoral en Illinois, en su cuarto debate contra Stephen Douglas, dijo que no había estado nunca «a favor de ningún modo de la igualdad social y política entre las razas blanca y negra». No era partidario de «los negros votantes o miembros de un jurado, ni de cualificarlos» para que tuvieran «un oficio, de ni de su matrimonio con gente blanca». Lincoln, en un alarde de racismo, añadió que había una «diferencia física entre las razas blanca y negra» que «prohibirá por siempre que convivan en términos de igualdad política y social». En el caso de vivir juntas, sentenciaba Lincoln, «estoy a favor de que la posición superior se asigne a la raza blanca». El otro abolicionista que cayó en el racismo fue el británico Charles Dickens. Una cosa era abolir la esclavitud por indigna, y otra considerar la igualdad racial. En 1868 dijo que era absurdo «otorgar a los negros el derecho al voto». Como buen británico victoriano, su racismo también era con los habitantes de la India. En una carta llegó a escribir: «Ojalá fuese el comandante en jefe en la India. Haría todo lo posible por exterminar a esa raza y borrarla de la faz de la Tierra». El siglo XX fue la explosión del racismo por el nacionalismo tardío, con consecuencias bastante sangrientas, especialmente a manos de nazis, soviéticos y japoneses. Posteriormente se produjo la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, el asesinato de Luther King y la integración plena. Esto no puso punto final al racismo en el mundo. Ernesto Che Guevara, por ejemplo, dijo que los negros eran «magníficos ejemplares de la raza africana que han mantenido su pureza racial gracias al poco apego que le tienen al baño». El negro era inferior, sostenía el comunista, por «indolente y soñador», mientras que «el europeo tiene una tradición de trabajo y de ahorro». No era más que la repetición de nuevo de las ideas del XIX, el siglo que puso las bases de un racismo del que aún continuamos viendo reminiscencias.