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“Parece una tapa de urinario”: la historia de la guitarra eléctrica

Del primer modelo de Leo Fender dijeron que “parecía un remo de canoa” y del prototipo de Les Paul se mofaron en Gibson, pero la competencia de aquellos dos amigos forjó un instrumento que cambió la historia de la cultura popular y dio nacimiento al rock & roll
larazon

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Cada instrumento tiene una cualidad de sonido y, para ser justos, la guitarra eléctrica no tenía la más agradable. Ni poseía el maullido del violín ni la vibración clásica del piano. Ni siquiera la nostalgia de la trompeta. Especialmente al principio de los tiempos su sonido era una especie de pellizco chirriante cuya mejor cualidad era... sonar tan fuerte y desagradable como se quisiera. Hoy en día, una guitarra eléctrica puede parecerse a un gruñido o a un aguijonazo y pasar por todas las densidades, de la acuosa a la magmática. Y, aunque digan que está en crisis como instrumento, su versatilidad y peso histórico son indiscutibles. Su historia, sin la que no se puede explicar el surgimiento del rock & roll como género, tiene un trasfondo personal y un aroma a carrera espacial disfuncional que Ian S. Port narra en el libro “El nacimiento del ruido” (Neo Sounds). Dos nombres, Leo Fender y Les Paul, encarnaron una rivalidad en la que hubo amistad, traición, chapuzas y un viaje creativo que se convirtió en mitología.
En la historia de los impulsores del instrumento cuesta verles acertar. Se podría pensar que ambos estaban destinados a triunfar, como nombres totémicos que son hoy, pero nada más lejos de la realidad. Leo Fender había sido un diseñador de productos poco fiables y Les Paul un músico virtuoso que se tenía que conformar con menos éxito del que deseaba. El primero era un niño raro. Sufrió la pérdida de un ojo y llevarlo de cristal le volvió más introvertido, y eso que ya era taciturno por naturaleza. Tuvo una epifanía con la electricidad y las radiofrecuencias. Aunque nunca pudo ir a la universidad, arreglaba radios y comenzó a fabricar amplificadores y altavoces en un taller que no eran más que dos chabolas de uralita y en los que se dejó la vida, los días y las noches tratando de que algún producto triunfase. Le gustaba la música, pero era incapaz de llevar el ritmo, no tenía el menor talento. Fabricó una acústica española pero era incapaz de afinarla y no digamos de tocarla. Un día, se enamoró de una “steel guitar”, una guitarra eléctrica que se toca sentado, en horizontal sobre las rodillas, con un trozo de metal. Malvivía del sueldo de operadora telefónica de su mujer.
Mientras, Les Paul (de verdadero nombre Lester Polsfuss) era un músico de acompañamiento que maldecía su suerte de segunda espada. Eso sí, tenía uno de los bienes más preciados en el mundo de la música: un estudio en casa. Allí soñó con un sonido puramente eléctrico. Era un virtuoso pero se sentía comparsa. Una tarde, se presentó en su casa un amigo llamado Joaquin Murphy. Llevaba consigo su “steel guitar”, un amplificador excepcional y, unos metros detrás, el hombre que los había construido, Leo Fender. Se sentaron a hablar durante horas y se dieron cuenta de que compartían una visión, o más bien una audición: el sonido amplificado. Trabaron una estrecha amistad aunque no podían ser más diferentes. Fender, ensimismado con los problemas técnicos, vestido como un bedel y ajeno a todo. Paul, macho alfa, charlatán y falsamente modesto. Ambos habían construido un prototipo casero: Les Paul lo llamó “el tronco” y Fender ni se molestó bautizar a su pieza negra primitiva. Pasaban las tardes bebiendo cerveza y soñando con crear un instrumento poderoso. Había un tercer vértice que se sentaba junto a ellos cuando no eran nadie. Paul Bigsby era un artesano que podía construir con metal cualquier cosa imaginable. Hablaban de voltios, de corriente, de conductores y de ajuste de frecuencias. Intuían el potencial de la electricidad pero no sospechaban de las repercusiones de la carrera que estaban a punto de empezar. ¿Quién fabricaría la primera guitarra eléctrica?
Fue Bigsby quien fabricó la primera pastilla y la primera guitarra como hoy la conocemos, colgada al pecho. Una pieza única fabricada para Merle Travis, mitad ingeniería, mitad orfebrería, que éste tocaba dando la espalda al público, tapando con la mano la bobina para esconder su secreto. Travis pagó por ella lo que cuesta la mitad de un coche. Y Leo no dudó en copiar el modelo de Bigsby. Se encerró en su taller pasando frío y hambre. Sabía lo que quería: una guitarra resistente y con el máximo volumen. Finalmente, produjo una copia barata de aquella. Llevaba el mismo cuerpo, la misma pastilla y, a diferencia de lo que era norma en todas las guitarras del mundo, igual que la de Bigsby, alineaba todas las clavijas que afinan las cuerdas a un lado de la pala, el superior. Luego diría que tuvo una inspiración pero sencillamente fue una copia.
Antes ya había guitarras electrificadas, pero eran huecas y producían un sonido que podía amplificarse pero no era muy distinto a las que se fabricaban en España en 1850. Para los luthieres tradicionales estadounidenses como Gibson o Gretsch, llamar guitarra a un trozo de madera sólido con un palo y unas cuerdas era poco menos que una herejía. A la primera Fender la llamaron “remo de canoa” o “tapa de urinario”. Dijeron que nadie compraría una cosa de esas. Y en parte tenían razón. El primer modelo de Fender, Esquire, resultó ser bastante chapucero. Inestable y de sonido pobre, fue un fiasco hasta que, con gran esfuerzo, en 1951 llegó la Telecaster. Su aparición fue un “tsunami”. Era justo lo que Les Paul, Leo Fender y Paul Bigsby soñaban bajo el mismo naranjo unos años antes. Mientras tanto, Les Paul se había convertido en una inesperada y efímera estrella del pop, pero tenía una deuda pendiente con Gibson. En la firma de guitarras que había tocado desde la infancia se habían mofado de su idea cuando les presentó su prototipo, “el tronco”. Ahora tendrían que escucharle. Los luthieres de Gibson se tragaron sus palabras y crearon una eléctrica de cuerpo sólido refinada y adulta. La firma le presentó a Les Paul el modelo que llevaría su nombre a cambio de un buen dinero. Incluso dirían públicamente que él había diseñado la pieza, mentira que el guitarrista alimentó con los años. Acabados dorados, aire distinguido, incrustaciones de nácar y madera noble. Si Fender era las Volkswagen de las guitarras, Gibson serían las Cadillac.
En la música, la electricidad ya estaba presente. Muddy Waters, Sam Phillips, Ike Turner y Bill Haley habían mezclado tradición y electricidad, cuando apareció un muchacho con cara de empollón. Buddy Holly era un chico menudo y le costaba demasiado acarrear la señorial guitarra Les Paul. Así que una noche apareció en televisión con un instrumento del futuro: una Stratocaster, brillante y redondeada, que presentaba un añadido nunca visto, la palanca de vibrato. En realidad, fue otro robo. Paul Bigsby la había inventado y se la vendía a Fender como accesorio a sus instrumentos. Éste le robó la idea de nuevo y la integró en su producto. Casi al mismo tiempo, Chuck Berry se convertía en la primera superestrella del rock & roll con su Gibson. Sus canciones sedujeron a todos los adolescentes blancos del país, que ignoraban que Berry era negro. Pero a Leo Fender no le gustaba esa música e ignoró el fenómeno. Le ofrecía los contratos publicitarios a atildados jóvenes de grupos sin talento. Nadie pensó en hacerle un contrato de imagen a Buddy Holly porque “el rock & roll iba a ser una moda pasajera”.
Sin embargo, a miles de kilómetros de allí, un chico solitario y taciturno llamado Eric Clapton se enamoraba de la Fender cuando la vio por televisión en manos de Holly, en 1958. Aquel año, John y Paul, de Liverpool no pudieron asistir al concierto de Buddy Holly y los Crickets (los grillos) pero le admiraban tanto que decidieron llamar a su grupo The Beetles (los escarabajos) antes de cambiarle una vocal. Incluso el miope Lennon dejó de avergonzarse por llevar gafas gracias al bueno de Buddy. Y es que el tejano, con su aspecto desmañado, no era sexual ni peligroso. Pero su Stratocaster, sí. Aquella guitarra era libidinosa, sexy como un coche deportivo brillante. Después llegarían a Inglaterra Muddy Waters y Chuck Berry. La juventud del país, al contrario que los críticos, les recibieron con los brazos abiertos.
Todos los adolescentes querían una Fender. El dinero entraba en la compañía con una velocidad tal que la demanda era imposible de satisfacer. Leo apenas podía responder a los pedidos. Su salud estaba al límite. Era un hombre humilde, un trabajador que comía espaguetis de lata para ahorrar dinero que reinvertía en componentes. Y entonces aparecieron unos chicos raros que se llamaban The Beatles quienes, por alguna extraña razón, tocaban guitarras Rickenbacker. Las habían elegido mientras trataban de abrirse camino en Hamburgo, y, cosas de la vida, estaban encantados con ellas. Fender, que había dejado atrás las casetas de uralita y levantaba su imperio sobre 27 edificios, lo vendió todo por 13 millones de dólares a la CBS Columbia en 1965. La prensa local se escandalizó, porque la compañía acababa de adquirir el equpo de beisbol más famoso del mundo, los New York Yankees, por 11,2 millones. Leo Fender fue el primero en hacerse millonario con el rock & roll.
Después, vino el arte. En julio del año de la venta de Fender llegó el momento más importante de la historia de la guitarra eléctrica. Bob Dylan consumó el sacrilegio en Newport con una Stratocaster blanca. Hizo tanto ruido enfrente de aquellos universitarios blancos en Newport que solo se enteró de los abucheos cuando terminó “I ain’t gonna work on Maggie’s Farm no more”. En aquella época, un estruendo de semejante calibre no era digerible. La ofensa fue doble: primero, en los decibelios en sí mismos, pero en segundo lugar, porque el volumen acalló al público y en el movimiento folk se proclamaba que todo el mundo tenía una voz. En aquel momento, no. El poder absoluto fue de Dylan y el público lo interpretó como una orden de callarse. Digamos que el activista, el líder de masas, se convirtió en individuo, en artista que muestra su voz. Su público no lo entendió, pero el mundo vio el nacimiento de un nuevo Dylan y de un instrumento poderoso que ya no hablaba de adolescentes que se agarran de la mano, sino de vehículo para narrar un mundo cada vez más difícil de entender. Después, la guitarra eléctrica será el arma de un Dios, un Eric Clapton ensimismado y envanecido pero colosal que puso de moda de nuevo la Gibson Les Paul. También apareció un salvaje: Jimi Hendrix destronó a Clapton en su presencia, en 1966, con una Stratocaster blanca. Después protagonizará otro de los acontecimientos culturales ejecutados con guitarra, se atrevió a interpretar en Woodstock nada menos que el himno americano. Y, como suele decirse, todo lo demás es historia.
Título: El nacimiento del ruido
Editorial: Neo Sounds
Autor: Ian S. Port
Páginas: 384; precio: 18,90

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