Takako Gokan: «Sentí como si miles de agujas me traspasaran el cuerpo a la vez»
Tenía once años y perdió a toda su familia en aquella mañana del 6 de agosto de 1945
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El 6 de agosto del año 1945, a las 8:15 de la mañana, Takako Gokan miró hacia el cielo. Tenía once años, pero la guerra le había enseñado a distinguir los distintos tipos de aviones y enseguida comprendió que la silueta que sobrevolaba a 10.000 metros de altura no correspondía a la de un caza japonés sino a la de un B-29 norteamericano. Lo que no podía distinguir desde el suelo, resultaba imposible, era el nombre del bombardero, el Enola Gay, y que, a diferencia de otros, éste no necesitaba arrojar una nube de bombas, le bastaba con soltar una sola bomba, la bomba definitiva, una bomba con nombre: «Little Boy». Tampoco podía imaginar, también era imposible, que cincuenta y cinco segundos después una luz blanca resplandecería en el horizonte inundándolo todo. En un instante, Hiroshima quedó arrasada y murieron alrededor de 70.000 personas, entre ellas sus padres (cuyos cuerpos nunca aparecieron, como los de miles de víctimas) y su hermano mayor.
Takako Gokan se encontraba a más de dos kilómetros del epicentro de la explosión, pero a pesar de la distancia, la honda expansiva la desplazó ocho metros y le fracturó una pierna. «Es muy difícil de explicar cómo es. Todo se iluminó de manera fugaz y repentina. Nunca había escuchado ese ruido. Fue un estruendo enorme y a la vez se desencadenó una fuerza descomunal. La gente murió al momento. No tuvo tiempo de reaccionar. Sus cadáveres presentaban posturas extrañas. Al levantarme, ya tenía el pelo hacia arriba y la piel se me estiraba y caía del cuerpo como si fuera chicle». Takako Gokan se salvó porque un soldado la protegió con su cuerpo (a costa de su vida) y evitó que la aplastaran los restos del edificio. Salió de los escombros como pudo. «En el instante del resplandor, sentí como si miles de agujas me traspasaran el cuerpo a la vez. Me quemó tanto que no podía reconocer mi rostro. Ni siquiera sabía quién era».
Secuelas irreparables
Takako Gokan hoy vive en Benalmádena con su hija y su nieta. En el cuerpo todavía le quedan docenas de cicatrices: «Al caer la bomba, la piel se me caía como si fuera un trapo o chicle. Tengo cicatrices de esas quemaduras por todo el cuerpo, aunque no se noten ya tanto. Esas lesiones se han curado, aunque ahora la piel se vea plegada. No he sufrido los efectos de la radioactividad, aunque se me ha caído el pelo. Durante cinco años después de Hiroshima padecí anemia. Pero como me fui a vivir con mi tío, él me cuidaba, me traía la comida y me llevaba al médico y se me fue pasando», reconoce. Takako Gokan cuenta también cómo el calor de la explosión le pegó el dedo corazón e índice de la mano derecha. «Una tía me los separó cortándolos y después, usando unas plantas naturales como remedio, me ayudó a curarlos. La pierna, como todavía era joven, se me fue curando con reposo sin dificultad». Takako Gokan todavía recuerda cómo escapó de las ruinas de su escuela, cómo huyó desorientada entre docenas de personas que caminaban en silencio, desorientadas, la mayoría de ellas heridas.
Nadie se reconocía, describe, debido a las quemaduras que presentaban sus rostros, a la suciedad y el polvo que se había levantado. Hubo un momento en que ya no pudo avanzar más y se derrumbó. Un profesor de su escuela la reconoció, la cogió y la llevó a hombros hasta un centro improvisado para heridos. Años más tarde, este mismo hombre sería quien le diría que el soldado que la protegió de los cascotes del colegio había muerto por protegerla. Cuando llegó a un centro improvisado para heridos, comenzó el siguiente calvario: En Hiroshima no habían sobrevivido los médicos ni enfermeras y tampoco contaban con medicinas o algún tipo de asistencia sanitaria. Todo a su alrededor era un paisaje de destrucción, dolor, soledad y muerte. «Estaba con el resto de los heridos que habían sobrevivido a la explosión. Recuerdo que la mayoría de nosotros teníamos las caras negras. Ahí la gente se estaba muriendo sin más, sin ninguna clase de atención. Miraba a mi alrededor y nadie les ayudaba. Solo veía personas agonizando, con las caras abrasadas y llenas de ampollas. Las heridas enseguida comenzaron a llenársenos de bichos porque la carne de los cuerpos comenzó enseguida a pudrirse», describe. Takako Gokan tardó un tiempo en salir al exterior y en ver cómo había quedado Hiroshima después del ataque: «No había nada. Todavía rezo para que no vuelva a ocurrir nada parecido. Mi deseo, y lo que deseo transmitir, es que se haga la paz».
Pero eso no fue todo. Los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki han sufrido la discriminación en su propio país por salvar la vida. No se les veía con buenos ojos. El recelo a las enfermedades que desarrollaban y el miedo a que fueran contagiosos los condenó a la marginación durante los siguientes años. Takako Gokan reconoce que ha recibido en numerosas ocasiones insultos verbales y menosprecios, aunque reconoce haber estado por encima de todas esas mezquindades y haberse mantenido firme sin rendirse ni ceder jamás ante el dolor.