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Hiroshima, la ciudad del fin del mundo

Fue la primera población atacada por una bomba nuclear. Murieron 70.000 personas en el acto y sus edificios quedaron arrasados. Los testigos aún recuerdan el horror de aquella explosión
La Razón
  • David Solar

    David Solar

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El doctor Michihiko Hachiya salió de su guardia en el hospital y se acostó. Apenas había cogido el sueño fue despertado por la alarma aérea y vivió en duermevela los minutos anteriores al apocalipsis: «La hora era temprana; la mañana, tibia, apacible y hermosa. Por los ventanales abiertos contemplé distraído el agradable contraste de las sombras de mi jardín con el brillo del follaje, tocado por el sol desde un cielo sin nubes. Estaba en ropa interior, tendido en el piso de la sala, exhausto después de pasar la noche en vela (...) De pronto, un resplandor intenso me volvió a la realidad; luego, otro. Con esa nitidez inexplicable con que recordamos pequeños detalles, con esa misma claridad, recuerdo que un farol de piedra del jardín se encendió con luz brillante, y que me pregunté si se trataría del fogonazo de una lámpara de magnesio o chispas de un cable del tranvía».
Le zarandeó el más potente trueno que jamás hubiera escuchado y un huracán le tiró la casa encima. Densas tinieblas sucedieron a la luminosa mañana y, cubierto de heridas, escapó del revoltijo de tablas, telas y enseres en que se había convertido su hogar, alcanzando el jardín donde halló a su esposa, estupefacta y en tan lamentable estado como él. Corrieron hacia la calle y tropezaron, rondando por el suelo… «Al ponerme en pie vi que lo que había detenido nuestra carrera era la cabeza de un hombre. – ¡Perdón! –Grité, histérico– ¡Disculpe!». Se dirigieron, trastabillando, hacia el hospital viviendo una pesadilla: «Era sobrecogedora la tremenda oscuridad, el denso polvo que impedía respirar, el crepitar de las llamas, el crujir de las estructuras que se desmoronaban, el silencio de las personas que corrían por la calle mutiladas, heridas, ensangrentadas, desnudas y en profundo silencio» (Hachiya Michihiko, «Diario de Hiroshima de un médico japonés», Turner, Madrid, 2005).

Adelantarse a los nazis

La historia de la tragedia de Hiroshima del 6 de agosto de 1945 había comenzado seis años antes a 11.000 kilómetros de distancia, en el verano de 1939: Leo Szilárd, visitó a su maestro y amigo, Albert Einstein, el sabio más famoso del mundo, que pasaba sus vacaciones en Long Island (Nueva York) navegando desmañadamente. Ambos eran físicos, húngaro y alemán, respectivamente, de origen judío y eminentes profesores acogidos en universidades estadounidenses cuando Hitler les arrebató sus cátedras y amenazó sus vidas. Szilárd acudía a su maestro para que advirtiera al presidente de los EE.UU de que los científicos alemanes, a la cabeza de la investigación nuclear, podrían fabricar una bomba atómica para Hitler, que en aquellos momentos amenazaba Polonia, y para proponerle que Estados Unidos se adelantara a los nazis.
Szilárd llevaba un escrito suyo consensuado con otros dos colegas también húngaros, de origen judío, refugiados y eminentes científicos (Teller, el creador de la Bomba H y Wigner, Premio Nobel de física 1963). Einstein envió una carta a Alexander Sachs, amigo del presidente que, agobiado por otros problemas, no le recibió hasta octubre de 1939. Roosevelt comprendió la amenaza y ordenó la formación del Comité Asesor del Uranio, inicialmente con escasa operatividad y presupuesto. Todo cambió el 7 de diciembre de 1941, tras el ataque japonés a Pearl Harbor, y a la entrada de EE UU en guerra con Japón y Alemania. Todo se aceleró sin escatimar fondos para un proyecto que por la ubicación de su administración se denominó Manhattan, con el general Groves como organizador y un notable físico estadounidense, Openheimer, como jefe científico, para el que trabajaron los promotores (Szilárd, Teller, Wigner, Fermi y otros muchos científicos estadounidenses y aliados).
La bomba estaba casi terminada cuando, el 12 de abril de 1945, falleció el presidente Roosevelt y cuatro semanas después capituló Alemania, por lo que el objetivo del proyecto, contrarrestar una bomba atómica nazi, había desaparecido, pero EE.UU se había gastado 1.880 millones de dólares (70.000 millones de los de hoy) y estaba asumiendo un grave coste humano y económico en su guerra del Pacífico, por tanto, Japón sería su objetivo, lo cual suscitó la oposición de pacifistas como Einstein o Szilárd, impulsores iniciales de la bomba.
El nuevo presidente, Harry S. Truman, quedó asombrado cuando se le informó sobre la bomba atómica y su próxima terminación. «No me gusta nada esa arma» fue su impresión, pero entendía las ventajas que tenía (vidas, dinero y poderío militar) para terminar la guerra. Como en el círculo presidencial había opiniones encontradas, se creó un comité compuesto por políticos, militares, científicos e intelectuales que estudiaron el empleo de la bomba y la oposición moral fue barrida por el interés: ahorrar vidas, incluso japonesas, justificar su coste, satisfacer una inmensa curiosidad científica e impulsar la primacía militar del país.
En el curso de las investigaciones surgieron dos líneas de trabajo: la bomba de uranio y la de plutonio. Como el problema era la velocidad y no el dinero se avanzó en ambas y, en julio de 1945, EE.UU. contaba con dos bombas de uranio y dos de plutonio. Por la complejidad del mecanismo de explosión se decidió ensayar una de plutonio, efectuándose la «Prueba Trinity» a las 5h.29′45″ del 16 de julio en el desierto de Jornada del Muerto, Nuevo México. Los científicos, testigos del ensayo a un mínimo de 9 km., quedaron sobrecogidos por el resplandor superior a la salida del sol, por el viento huracanado que alcanzó los 160 kilómetros, por la temperatura que cristalizó las arenas superficiales del desierto, por el aterrador sonido, que a muchos les pareció el mugido agonizante de la Tierra.
El éxito de la prueba, cuya potencia alcanzó 19 kilotones (19.000 Tm. de TNT), le fue comunicado al presidente Truman, en viaje hacia Alemania para participar en la Cumbre de Potsdam. Truman informó a Churchill, que estuvo de acuerdo en utilizarla contra Japón y a Stalin, que recibió la noticia sin darle la menor importancia: «Espero que hagan ustedes buen uso de ella» fue cuanto dijo. Y desde Potsdam, los Aliados enviaron un ultimátum a Tokio, exigiendo la capitulación incondicional. Si esta no se produjera, sería arrasado el territorio metropolitano. Dos días después, el primer ministro Suzuki rechazó la amenaza y Truman ordenó el ataque.

Un objetivo meditado

La primera bomba que se utilizaría en una misión militar era de uranio, pesaba 4,4 Tm. y se le calculaba un poder explosivo de 16 kilotones. Sus elementos desmontados fueron embarcados en el crucero pesado Indianápolis el 26 de julio y llegaron a Tinian, en las islas Marianas, a 11.000 km. de distancia, el 4 de agosto. Fue montada y, el domingo 5 de agosto, por la tarde, embarcada en el bombardero B-29 «Enola Gay», pilotado y mandado por el coronel Paul Tibbets. El vuelo comenzó a las 2 de la madrugada del día 6 y duraría seis horas hasta alcanzar Hiroshima, cuyo nombre se supo iniciado el vuelo. Un objetivo bien estudiado: ciudad mediana, sin especial significado histórico o cultural, con industria y valor militar (objetivo justificable) y no bombardeada (para averiguar el efecto de una sola bomba).
El «Enola Gay» fue detectado en ruta hacia Hiroshima, donde sonó la alarma aérea; Tibbets llegó a la zona de lanzamiento a las 8h., volando a 500 Km/h a una altura de 9.630 m. «Little» Boy fue lanzado a las 8h. 15′ 17″, comenzó su descenso en caída libre, luego resultó ligeramente frenado por un pequeño paracaídas y a, 560 metros del suelo, a las 8h.16′7″, estalló liberando una energía superior a 14 kilotones (14.000 Tm. TNT), menos de lo calculado. En el epicentro de la explosión se alcanzaron 300.000 º y en tierra, 3.000 grados, calcinando todo en un radio de dos kilómetros. Once kilómetros cuadrados fueron arrasados, el 69% de los edificios destruidos y el 7% dañados. Murieron más de 70.000 personas y otras tantas quedaron heridas. Por la radioactividad, los muertos superan los 200.000. Con todo, los militaristas japoneses decidieron seguir luchando, convencidos de que EE UU no tenía valor para desembarcar en Japón.

Un español bajo la bomba

«De repente vimos una luz potentísima, como un fogonazo de magnesio disparado ante nuestros ojos (…) Oímos una explosión formidable, parecida al mugido de un terrible huracán, que se llevó por delante puertas, ventanas, cristales, paredes endebles... que, hechos añicos, iban cayendo sobre nuestras cabezas…». El padre Arrupe, general de los jesuitas, fue testigo de la explosión de la primera bomba atómica, pues se hallaba destinado en el colegio de la Compañía en Hiroshima, erigido a las afueras de la ciudad. «Subimos a una colina para ver mejor lo ocurrido y pudimos distinguir en dónde había estado la ciudad, porque lo que teníamos delante era una Hiroshima completamente arrasada. Como las casas eran de madera, papel y paja, y era la hora en que todas las cocinas preparaban la primera comida del día, con ese fuego y los contactos eléctricos, a las dos horas y media de la explosión, toda la ciudad era un enorme lago de fuego (...) Ante los ojos espantados se abría un espectáculo sencillamente indescriptible, visión dantesca (...) miles de personas heridas, quemadas, pidiendo socorro. Como aquel niño que tenía un cristal clavado en la pupila del ojo izquierdo, o aquel otro que tenía clavada en los intercostales, como si fuese un puñal, una gruesa astilla de madera. Sollozando, gritaba: “Padre, sálveme, que no puedo más”». (En la imagen, un reloj detenido a la hora de la explosión).