Reyes y «reloxes» de príncipes hológrafos
En España existe una larga tradición de monarcas que tomaron parte activa de la educación de sus hijos
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Un capítulo del máximo interés de la historia de la cultura española es el de su impresionante tradición didáctica, o pedagógica, en el sentido clásico del término y no en el contemporáneo. Desde el Renacimiento en adelante, llevados por las sendas del Humanismo (del clásico y no de lo contemporáneo) y resucitado este por la Ilustración, hubo legiones de escritores que, preocupados por la formación de los jóvenes –y de los procesos de socialización y resocialización, en general–, escribieron manuales de todo tipo desde cómo enseñar a leer o a escribir, a cómo comportarse en público. Dicho sea de paso que los manuales de civilidad, de civismo, que se escribieron entonces, permitieron a las gentes comportarse urbanamente, sin causar incomodidad al contertulio, evitando así dar la apariencia social de agrupaciones de animales que hablan.
Tomando como punto de partida a los clásicos, y trayéndolos a tiempos más recientes, desde Erasmo de Rotterdam y Juan Luis Vives en adelante, son decenas y decenas de libros publicados en una, dos o más ediciones, demostrándose así el interés editorial de sus impresiones, porque eran un negocio.
Hombres de bien
Resulta interesante que esas preocupaciones por hacer a los hijos hombres de bien también afectó a los reyes de las Casa de Austria. Podría empezar la reflexión por la esmeradísima educación dada por Isabel I de Castilla, la Católica a sus hijas. Con Carlos V se inaugura esa tradición de padres educadores de sus hijos. No se trata tanto de dadores de formación política, sino de maestros en las cosas de la vida. Carlos V dejó por escrito el manual para su hijo Felipe II. Son las famosas Instrucciones de Palamós de mayo de 1543 cuyo original ha sido recientemente descubierto entre los dispersos papeles de los condes de Altamira, en las cajas de la Hispanic Society (Ball y Parker, 2014); la primera noticia de estas Instrucciones había sido dada por Morel-Fatio en 1899. Dejando al margen otros contenidos, cabe destacarse que las escribió Carlos V de su puño y letra y retirado. Las redactó en tercera persona. Contienen capítulos de gobierno político; pero también, personal. Algunas frases sueltas, como la de que el Príncipe Felipe «ha de tener muy especial cuidado de favorecer y ayudar las cosas que tocaren a la hacienda por lo que esto importa»; o que deberá ser no solo sentido, sino visto: comerá públicamente, oirá misa públicamente; oirá de viva voz y directamente a sus vasallos y «reciba las peticiones y memoriales que le dieren» y los tramite con buenas palabras, con «respuestas generales y de contentamiento»; la esperanza del padre «que yo tenga muy mucha causa de dar gracias a Dios, de haberme hecho padre de tal hijo»; o los dos principios debían regir el buen gobierno: estar pendiente de Dios y del buen consejo: «Con estas dos proposiciones supliréis la falta de vuestra poca edad y experiencia», pues Felipe entonces, que quedaba por Gobernador, tenía 16 años. Entre otras recomendaciones, entrañables, serias, angustiosas para cualquier padre, cito ahora «huid de ellos como del fuego». Pero le escribe también sobre «el gobierno de vuestra persona», y como aún no se había casado pero ya estaba en edad le advierte: «os hacéis hombre», por lo que con enorme preocupación le dice que acercarse a las mujeres «suele ser dañoso» como la experiencia enseña, con la muerte del príncipe don Juan, que estar con mujeres «muchas veces pone tanta flaqueza que estorba a hacer hijos y quita la vida, como lo hizo al príncipe don Juan, por donde vine a heredar estos reinos». También le desgrana a los consejeros, sus defectos, sus virtudes y sus flaquezas; cómo son los hombres próximos a los reyes.
Esta tradición de formación de reyes a príncipes, se continuará con Felipe II. En este caso, las cartas a sus hijas, son ejemplares y estimulantes. Su empeño en formar políticamente a Felipe III al que llevaba a las reuniones de los Consejos, tienen la misma preocupación que Carlos V con él mismo. Con Felipe IV volverá a renacer este uso de la Monarquía de España: Felipe IV, que fue un rey cultísimo y un gran lector y sobre todo un prolífico escritor, redactó también un manual de educación para su amado y admirado hijo Baltasar Carlos…, que le destrozó la vida al morir antes que él.
Cuando Felipe IV tenía 28 años dio por terminada su traducción de los libros VIII y IX de la Historia de Italia de Guicciardini. La acompañó de un Epílogo en el que explicaba qué le había movido a traducirla y mostraba lo importante que era a sus ojos (el rey más poderoso del Orbe) que los reyes leyeran historia, pero sobre todo «para enseñanza y vivo ejemplo de quien pretendo instruir»: Baltasar Carlos (1629-1646). El rey era responsable de la educación y la formación (la «instrucción») de su propio hijo para que no empezara a reinar en soledad como a él le había pasado, porque aunque su padre le entrenaba con la lectura de los despachos de los embajadores, por ejemplo, todo aquello se quebró repentinamente al morir joven Felipe III.
Atender a los consejos
Y fue haciéndose rey oyendo a sus vasallos, atendiendo aunque discretamente a los consejos, leyendo historias, historias de Indias, de Flandes, de Francia, de las guerras de Alemania, sobre el Saco de Roma o el cisma de Inglaterra; las de Roma, las de Salustio, Tito Livio, Tácito (ya Tácito) y por supuesto, Lucano. ¿Qué humanista habría leído eso mismo?; ¿qué rey se podría enorgullecer de tener semejante equipaje intelectual? Y leyó también «diversos libros de todas lenguas y traducciones de profesiones y artes que despertasen y saboreasen el gusto de las veras letras y algunos de ejemplos»; «estudié» la geografía de lo que iba a señorear y de lo que no; y no paró de leer «me pareció lo más a propósito leer todas las cartas y despachos que mis ministros de fuera y dentro del Reino me escriben» a imitación de Felipe II como confiesa él mismo; y se siguió formando para –como rey– «elegir bien, que es nuestra suprema obligación». Y es más, aspiró a ser políglota para tener entendimiento con sus vasallos, en especial quiso aprender la lengua italiana, las lenguas de España –dice–, «la mía, la aragonesa, catalana y portuguesa»; para estar más cerca de los flamencos, «traté de saber la lengua francesa». Una batería de recomendaciones teóricas sobre los bienes de la lectura y el saber cultural, ampliable si se releen sus decenas y decenas de cartas.
En conclusión apresurada: ¿de verdad se puede pensar en reyes fuera del mundo, por su implacabilidad o por su alelamiento? ¿Qué es en gran medida nuestro patrimonio cultural sino la herencia personal que nos dejaron los gustos pictóricos, arquitectónicos, lectores, y escriturarios de nuestros reyes y su honda formación cultural, que no solo estética? Si se supiera más sobre la educación en España, ¿no nos habría cantado otro gallo?