Ignacio Martínez de Pisón: «Escribir tiene algo de psicoanalítico»
El autor de «El día de mañana» o «Carreteras secundarias» presenta su nueva obra de ficción «Fin de temporada»
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Ignacio Martínez de Pisón regresa con «Fin de temporada» (Seix Barral), una historia que bucea en temas como la búsqueda de nuestras raíces o lo endeble que puede ser un mundo aparentemente perfecto. Su punto de partida es una joven pareja que, en 1977, decide cruzar la frontera con Portugal para ir a una clínica abortista. No llegarán por un accidente de coche donde muere él. Ella, después del suceso, decide seguir con el embarazo. La novela nos lleva a la vida de madre e hijo, Rosa e Iván, veinte años después de esos hechos.
–Vuelve al tema de la familia y la ausencia del padre, algo que ya habíamos encontrado en otros libros suyos como «La buena reputación», «Derecho natural» o «La ternura del dragón». ¿Por qué?
–Hay algo psicoanalítico en la escritura. En mi caso tiene que ver con el niño de nueve años que era yo y que perdió a su padre. Hay un trauma que no sabes que es un trauma, pero la literatura facilita que esas heridas profundas surjan sin que seas capaz de controlarlas o evitarlas. Efectivamente en muchos de mis libros me he encontrado, sin ser totalmente consciente, que los protagonistas tenían esta sensación de pérdida, ya fuera la ausencia del padre o la madre. Es un libro centrado en la pérdida.
–¿Cómo es la pérdida que aparece en «Fin de temporada»?
–En primer lugar, es casi imaginaria porque Iván nunca tiene sensación de pérdida al no conocer nunca a su padre. Esa sensación de pérdida la tiene sobrevenida en el momento en el que se entera, con veinte años, de las circunstancias que rodearon su concepción y nacimiento. Es entonces cuando empieza a tener una sensación de pérdida sobre algo que en realidad nunca tuvo. Es un hijo póstumo y está también esa vida posible que nunca tuvo. Ese es uno de los grandes temas de los novelistas: las vidas que habríamos podido tener. De hecho, las novelas facilitan a los lectores vivir vidas ajenas. Pero esas vidas que no son es uno de los grandes temas de la novela. Muchas veces nos encontramos con protagonistas que han elegido una vida determinada o la vida les ha elegido llevarlos por un camino determinado y que siempre echan de menos esos otros caminos que fueron quedando descartados.
–Todo eso hace que Iván sea más fuerte.
–Sí, y más maduro porque se lo replantea todo. Como otros libros míos es una novela de aprendizaje porque lo que va descubriendo Iván le hace aprender más, al igual que le pasa a su madre. Son personajes que son muy diferentes en la última página a como eran en la primera.
–Es la novela en el conjunto de su obra que más se acerca a la actualidad al bordear el siglo XXI.
–Llego hasta las vísperas del cambio de milenio. En mis novelas, sin proponérmelo, he hecho un recorrido por la segunda mitad del siglo XX español a partir de los años 30, pero nunca había llegado más aquí que a los años 80. No había llegado hasta los teléfonos móviles, el momento en el que cambian muchas cosas en las relaciones humanas. Esta es la primera vez que mis personajes tienen, pero es también un pequeño acontecimiento dentro de la historia que el chico tenga un teléfono móvil con la simbología que eso arrastra como es la conquista de cierta autonomía.
–¿Por qué ha querido situar el paraíso artificial en el que viven los protagonistas en un cámping entre centrales nucleares por Tarragona?
–Esta es una novela sobre dos personas que huyen: una lo sabe y la otra está inmersa en esta fuga, aunque no es consciente de eso. Cuando acaban en el cámping lo hacen en un lugar en el que todo lo que transpira es precisamente provisional. Empiezan a prever que ese es su territorio, un lugar en el que podrán llevar una vida más o menos estable o predecible. Sin embargo, lo cierto es que ese paisaje habla de provisionalidad a través de las tiendas de campaña, esa playa sin historia en la que no hay pasado o la constante amenaza de las centrales nucleares que te recuerdan la fragilidad de tu paso por el mundo. Me gusta contraponer esa idea de que buscando la estabilidad han llegado a un sitio en el que todos son símbolos de lo provisional. Eso lo contrasto con el lugar del que proceden: Plasencia, una pequeña ciudad histórica en Extremadura en el que todo son monumentos, piedras que resisten el paso del tiempo. Los extremeños con los que traté están orgullosos de su historia. Tal vez el presente no sea gran cosa, pero el pasado sí que fue mucho.