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Bernard Shaw, el mayor benefactor ahora es fascista

La mal llamada corrección política está corriendo tan voraz y descontrolada en el ámbito de la creación y el patrimonio artístico que terminará arrasando en poco tiempo la frondosa herencia cultural de Occidente

En "My Fair Lady", la adaptación cinematográfica de la célebre obra de Bernard Shaw titulada "El pigmalión", Audrey Hepburn da vida a una florista
En "My Fair Lady", la adaptación cinematográfica de la célebre obra de Bernard Shaw titulada "El pigmalión", Audrey Hepburn da vida a una floristaWarner BrosLa Razón

La mal llamada corrección política está corriendo tan voraz y descontrolada en el ámbito de la creación y el patrimonio artístico que, si no acuden pronto los bomberos a sofocar el incendio, terminará arrasando en poco tiempo la frondosa herencia cultural de Occidente. Se retira “Lo que el viento se llevó” de una plataforma de cine por considerar que “glorifica la esclavitud”; se sustituye el título “Diez negritos” en la novela de Agatha Christie por el de “Eran diez”, menos ofensivo para la minoría negra según la editorial francesa responsable del desaguisado; se cuestiona la idoneidad de seguir leyendo y estudiando “Lolita”, por abordar la atracción de un hombre adulto hacia una menor. Las llamas del despropósito crecen imparables; el fuego ha avanzado desde el cine hasta la literatura, y ya empieza a extenderse también por el teatro.

Lo último es el plan de acción para combatir el racismo que ha presentado el alumnado de la Real Academia de Arte Dramático de Londres a la dirección de esta institución. En este plan, según The Telegraph, se piden cosas tan primordiales para la formación de un actor como la eliminación de las comedias del periodo de Restauración, ya que, dicen los estudiantes, sus personajes son todos representativos del Imperialismo. Por supuesto, también quieren suprimir todos los ejercicios con roles de “amo y criado”, por ser “racialmente insensibles”.

Me pregunto cómo estos futuros actores pretenden acercarse a la complejidad humana para representarla en un escenario si tratan de renunciar en su formación a los roles que no casan con su propia realidad, es decir, a los caracteres que no son el suyo mismo. ¿Acaso no es el mejor actor aquel que sabe meterse en la piel de quien precisamente no es, y es capaz de mostrarse al espectador, ahí metido, en toda su variedad y riqueza? Pero las demandas no se ciñen estrictamente a la formación: los alumnos de la RADA también quieren quitar el nombre de Bernard Shaw al teatro de esta institución por considerar que el Premio Nobel, curiosamente uno de los mayores benefactores de esta escuela en toda su historia, “apoyó la eugenesia y el fascismo”. La política, ya se sabe, manda sobre cualquier otra consideración artística; incluso si uno se llama Bernard Shaw. Y, mientras la dirección decide qué pasos dará para contentar a sus alumnos, el fuego sigue avanzando.