Freud y Bacon, la rivalidad como arte
Mientras Bacon tomaba sus cuadros como base para los grabados, Freud se lanzó a crear una obra única y especial
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De vez en cuando el destino suele emparejar rivalidades artísticas. Personalidades icónicas que coinciden en una misma época y que están predestinadas a admirarse, atraerse, confrontarse, repudiarse y medirse en grandeza. Miguel Ángel y Leonardo, Bernini y Borromini y, en 1945, cuando todavía no habían desaparecido los ecos de la Segunda Guerra Mundial, Francis Bacon y Lucian Freud. Los dos se conocieron en el centro de la capital inglesa, en el barrio del Soho. Los dos eran pintores figurativos, los dos formaban parte de la misma Escuela, la de Londres, los dos contaban con ancestros conocidos (Francis Bacon y Sigmund Freud en sus respectivos casos), los dos eran inmigrantes (uno nace en Irlanda y el otro en Alemania) y los dos parecían abocados a alcanzar la posteridad a través de esa línea de fuga que es el óleo, pero, al mismo tiempo, los dos resultaban completamente opuestos.
Francis Bacon, bastante mayor, alrededor de 13 años, era un autodidacta salvaje, impetuoso, bebedor y genial; una personalidad sin ataduras civilizatorias en la creación, y sin más domesticación ni templanza que el instinto, que convirtió el lienzo en un cuadrilátero donde pelear con las formas y retorcer la carne hasta convertirla en una masa violenta, cruel, impactante y devoradora. Bacon nunca recibió clases de pintura y siempre mantuvo el recuerdo de una infancia hirsuta, con el desabrigo de una figura paterna, un militar de mano dura y con cierta tendencia a la cólera, que, al enterarse de su homosexualidad, igual que un profeta desairado, decidió expulsarlo del hogar a la edad de los 16 años.
Estéticas radicales
En el polo opuesto, estaba Lucian Freud, que nació en la Alemania de 1922. El nazismo, después de arruinar el sueño de la República de Weimar, obligó a su familia a exiliarse a Reino Unido y reemprender en la ciudad del Támesis sus vidas interrumpidas. Allí emprendería una carrera como artista. Pronto despuntó por su capacidad para el dibujo y su generosa meticulosidad. Aunque tuvo una faceta surrealista, enseguida se decantó por una figuración de furia y arrebato, de penetrante acento psicológico y dominada por una presencia corporal máxima que lo pondría en contacto con quien sería su mentor y amigo Francis Bacon. Los dos congeniaron y éste último ayudó a Freud a que triunfara en los circuitos artísticos, pero los dos erosionaban un estilo de dimensiones estéticas radicales y unas prácticas pictóricas opuestas. Bacon utilizaba fotografías y no se entretenía en la línea; Freud necesitaba tener un modelo delante, al que torturaba en prolongadas, sino eternas, sesiones (su madre no quería a entregarle la mirada, porque se negaba a que encerrara su alma en un retrato), y solía pintar en interiores para mantener un control absoluto sobre la luz.
Estas dos maneras de enfrentarse al óleo tendrán una manera de desafiarse desde el grabado. La Galería Marlborough inaugurará mañana una exposición que confrontará a estos dos artistas a través de sus grabados, una arista de su obra menos conocida que la del lienzo, pero en las que mantienen pautas y en el que se puede apreciar ese duelo de autoperfección y evolución que mantuvieron hasta el final. Unas piezas cuyos precios oscilan entre 11.000 euros y los 80.000 en el caso de Bacon y entre los 36.500 y los 52.000, para Freud. Unas sumas elevadas para grabados, pero que no es tanto cuando se tiene en cuenta que su pintura ya es prácticamente inasequible. «A través de estas piezas se puede apreciar que ambos mantenían un diálogo con su obra pictórica y gráfica, aunque cada uno desarrolla esta última faceta de una forma distinta –explica Belén Herrera, de Marlborough–. Bacon parte de la base pictórica. Toma 35 obras que tiene hechas y las pasa a los grabados. No hace nada ex profeso. En cambio Lucian Freud sí que elabora en este caso su propia producción gráfica. Bacon recurre a los mejores estampadores, elige con cuidado los cuadros más adecuados para trasladarlos al papel y retengan su majestuosidad».
Freud se desliga de esta forma de trabajo y aborda el grabado como si fuera una tela. En vez de tumbar las planchas sobre una mesa, las cuelga del caballete. «Trabaja retratos de personas próximas. Quería tener el modelo delante y eso se produce también en el grabado». Entre los seis grabados, solo uno es un desnudo («Before de Fourth» (2004). El resto son rostros en los que sobresale su capacidad para captar la expresión y la personalidad. Hay una voluntad en ellos de eliminar detalles superfluos y anular el color para resaltar su estilo.
Bacon parte de premisas distintas. Como explica Belén Herrera, «recurría al posado, pero también a las fotografías. Por eso es diferente. Aunque era un visitante del Prado, utilizaba reproducciones para estudiar a Goya y Velázquez». Esta vinculación con España está presente en la exposición con grabados como puede «Study for a Bullfight», una tauromaquia. Otra de sus piezas destacadas es el tríptico de 1944, un guiño a las crucifixiones de Cimabue, pero también a Picasso, un pintor que descubrió en su juventud en París.