Oscar, 2021: el sueño de Morfeo
Los premios fueron repartidos de manera equidistante y equitativa, como mandan estos tiempos políticamente correctos
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Al final de la gala de los Oscar más desangelados del siglo XXI, incluso Anthony Hopkins dormía el sueño de Morfeo. Sonó su nombre como mejor actor por «El padre» –el último premio de la noche, en un insólito cambio de programa en el orden de entregas– y las vibraciones de su apnea nocturna cruzaron océanos de tiempo desde su Gales natal para opinar sobre una ceremonia que fue algo más que austera. Seguro que Steven Soderbergh, director de la gala y experto en hacer películas filmadas con Iphones en tiempo récord, había concebido el evento como un antídoto a la ostentación hollywoodense, como una lección de responsabilidad moral en tiempos de vacas flacas que escondía, además, un homenaje retro a las primeras e íntimas ceremonias de los Oscar, pero el resultado fue tremendamente anticlimático, incluso para los que admiramos el espíritu experimental y a contracorriente del director de «Bubble».
Para entendernos, la ceremonia pandémicos debería de haberse parecido menos al fantasma de Hopkins, ese actor que siempre ha preferido no estar allí (ni en ningún sitio), y más al baile de trasero de Glenn Close, que perdía por octava vez su estatuilla sin que ello le privara de hacer un «twerking» en tributo al «School Daze» de Spike Lee. Moraleja: una cosa es no hacer fiesta de la desgracia ajena, otra muy distinta es orquestar un rito funerario antes de tiempo. Por lo demás, apenas hubo sorpresas en la repartición, que fue equidistante y equitativa, como mandan estos tiempos políticamente correctos. Si las candidaturas ya demostraban una apuesta por la diversidad racial, cultural y de género, con la presencia de ocho nominados afroamericanos y asiáticos, y dos mujeres compitiendo por primera vez por el Oscar a la mejor dirección (Chloe Zhao por «Nomadland» ha seguido la estela de Kathryn Bigelow por «The Hurt Locker», primera y flamante ganadora de la historia de la estatuilla dorada), los galardones no han hecho más que doblarla: solo el Oscar póstumo a Chadwick Boseman –al que Hopkins recordó ayer en un mensaje de agradecimiento después de desayunar– se ha quedado en la cuneta. Con los estrenos de las «majors» fuera de juego, los Oscar estaban condenados a parecerse mucho más que cualquier otro año a los Independent Spirit Awards. El éxito de «Nomadland», que corona así una carrera fulgurante que se inició con el León de Oro en la última Mostra de Venecia, certifica dos cosas: que Hollywood quiere situarse con los desfavorecidos en una América devastada por la pandemia y el mandato de Trump, y que sigue pensando que, en la rivalidad desatada durante este año entre las salas (cerradas) y las plataformas de «streaming» (más abiertas que nunca), las pantallas han de ser paralepípedos blancos antes que tableros digitales.
Tal vez la única salida de tono destacable de la noche, al menos para el que esto firma, fue que Carey Mulligan no ganara el Oscar a la mejor actriz por «Una joven prometedora». No es que Frances McDormand no se lo mereciera –lleva tres, a la zaga de Katharine Hepburn– ,sino que, quizá, el apoyo a Mulligan habría significado también una clara apuesta por la defensa de los derechos de las mujeres en unos premios con gran amor por los gestos simbólicos y/o políticos. Con las acusaciones al magnate Scott Rudin por maltratos y abusos psicológicos a sus empleados aún calientes en las rotativas de los medios, tal vez no convenía echar más sal en la herida de una industria donde el machismo tóxico sigue dando titulares escandalosos. Y por mucho que no nos guste la película de Emerald Fennell, es innegable que resulta algo incómoda para una Academia que aún no está lo suficientemente rejuvenecida para digerir según qué cosas.