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Historia
¿Quién fue el español encargado de recuperar las reliquias tras el Saco de Roma?
«Los cuatro pilares» novelan la historia detrás de La Verónica, la Lanza de Longinos, un «Lignum crucis» y la calavera de San Andrés

El brutal saqueo realizado por las tropas de Carlos V en Roma, a partir del 6 de mayo de 1527, tuvo una enorme repercusión en toda Europa a causa del ambiente milenarista imperante. Desde hacía una década, infinidad de voces habían vaticinado la inminente destrucción de la ciudad pontificia; se documentan más de ciento treinta opúsculos y pasquines que así lo auguraban; el frontispicio de «Gespräch Büchlin», la obra magna de Ulrich von Hutten, publicada cinco años antes, mostraba un escuadrón de lansquenetes alanceando al Papa, y en la xilografía que ilustraba la aniquilación de «Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra» del Nuevo Testamento de Martín Lutero, fácilmente podía reconocerse el Vaticano.
Al capital simbólico que Roma ostentaba como sede pontificia, había que sumarle el hecho de atesorar el mayor cúmulo de reliquias de toda la Cristiandad. Estas desempeñaban una enorme atracción para el peregrinaje y despertaron las críticas de un gran número de humanistas, teólogos e intelectuales, desde Desiderio Erasmo a Martín Lutero. Asimismo las imágenes sagradas se convertirían en otro campo de batalla reformista que desencadenó una oleada de destrucción iconoclasta en los Países Bajos y el Sacro Imperio, llamada «Beeldenstorm». En las Estancias de Rafael del Vaticano, en el fresco «La disputa del Sacramento», aún se conserva un grafito realizado por mercenarios alemanes en 1527 que reza: «V. K. Imp. Martinus Lutherus». Los testimonios sobre el Saco de Roma suelen presentar a las tropas españolas más bien interesadas en el lucro económico, mientras que los lansquenetes alemanes, en su mayoría luteranos, habrían protagonizado una devastación irracional que se cebó con las reliquias y los objetos de culto de las iglesias romanas.
Los relatos sobre lo sucedido resultan contradictorios. Una breve crónica, redactada por un lansquenete tirolés, publicada en verano u otoño de 1527, describe cómo los soldados germanos «se llevaron cálices, casullas, ostensorios y demás ornamentos de todas las iglesias –San Pedro, San Pablo, San Lorenzo, e incluso las pequeñas–, y como no encontraron la Verónica, se llevaron otras reliquias». Una carta dirigida a la duquesa de Urbino, fechada el 21 de mayo, no obstante señala que la Santa Faz «pasó de mano en mano por todas las tabernas de Roma, sin que nadie si indignara». Y según esta misiva, la Lanza de Longinos habría acabado en manos de un lansquenete que «corrió con ella en ristre por el Borgo [Vaticano] en son de burla».
Para el Papa Clemente VII, recluido en el castillo de Sant’Angelo, la recuperación de estos tesoros sacros debió de suponer una cuestión de Estado. Es probable que el pago de un colosal rescate por su liberación pudo ir parejo a unas negociaciones que desembocaron en la coronación imperial de Carlos V en Bolonia tres años después. En este acercamiento, pudo ponerse sobre la mesa la recuperación de las reliquias sagradas, pues un documento de los archivos vaticanos, titulado «Instrumentum relationis reliquiarum a militibus Borboni ab urbe extractis», o «constatación de la devolución de las reliquias robadas por las tropas de Borbón», afirma que un capitán español, llamado Julio de Castillo, estuvo a cargo de esta tarea. Al parecer, estas se reunieron en la basílica de San Marcos y el 26 de noviembre de 1528 fueron trasladadas al Vaticano en una procesión solemne.
La Verónica era una de las «reliquias mayores» de Roma, junto con la Lanza de Longinos, un «Lignum crucis» traído de Jerusalén por Santa Elena, y la calavera de San Andrés. Tal era su importancia simbólica que, desde 1629, estos vestigios sacros ocuparon unas capillas excavadas en los cuatro pilares que sostienen la basílica de San Pedro, junto con unas colosales esculturas de Longinos, Santa Elena, San Andrés y Verónica. Dado que el cráneo de San Andrés, uno de los apóstoles, procedía de la ciudad griega de Patras y fue llevada a Roma a causa de la invasión turca de 1460, el Papa Pablo VI decidió devolverla a la Iglesia ortodoxa cumpliendo una promesa realizada por su antecesor en el solio pontificio cinco siglos antes.
La tarea de Julio de Castillo no debió de resultar fácil. A causa de la proliferación de relatos contradictorios resulta difícil reconstruir lo ocurrido, aunque Jacopo Grimaldi, el arqueólogo y archivero de San Pedro, resumió en su opúsculo los distintos testimonios y tradiciones. Según un testigo, durante el saqueo, «los imperiales se apoderaron de la cabeza de San Juan, de la de San Pedro y de la de San Pablo; robaron el oro y la plata que las recubría, y las tiraron a la calle para jugar a la pelota». Los cráneos de los apóstoles Pedro y Pablo se hallaban en la capilla del Sancta Sanctorum, en el Laterano, célebre como centro de peregrinación a causa de sus innumerables tesoros. Los especialistas consideran que los alemanes debieron de saquear el contenido de los relicarios murales y del altar, mientras que los tesoros que se hallaban en una cavidad bajo dicho altar se salvaron, gracias a un complejo sistema de cerrojos. Una vez despojadas de sus adornos de oro y plata, parece ser que las reliquias perdían cualquier interés, más allá de ser objeto de un divertimento sacrílego.
El mercado de objetos robados –no sólo reliquias, sino vestimentas, joyas, muebles y cualquier cosa de valor– fue enorme y, al desconocer su valor, los soldados vendían los bienes a una ínfima parte de su precio. Si no hallaban un comprador, dejaban los objetos tirados en plena calle. Tal vez algunas gentes piadosas pudieron recogerlas por iniciativa propia. En el archivo del Collegio dei Notai Capitolini, existe un acta notarial que atestigua que el alcaide español Antonio de Zamora restituyó varios objetos litúrgicos que habían sido sustraídos de la basílica de San Pedro. Al parecer, el lienzo de la Verónica, cuyo relicario apareció roto y vacío, pudo ser encontrado después, aunque algunos investigadores, como Heinnrich Pfeiffer, consideran que este lienzo, que se conservaba en una capilla junto a la Basílica de San Pedro desde el pontificado de Juan VII (705-707), fue trasladado a Manoppello (Pescara) dos décadas antes del Saco.
En su opúsculo, Jacopo Grimaldi asegura que un buen número de reliquias acabó en Nápoles, llevadas por soldados españoles, mas allí fueron reunidas y trasladadas de nuevo a Roma. Una mitra y diversas joyas del tesoro pontificio llegaron a manos del condotiero Fabrizio Maramaldo en marzo de 1528 y las entregó a Costanza de Ávalos, la tía de Fernando de Ávalos, el marqués de Pescara, quien fuera comandante de la infantería española en Pavía. No obstante, existe constancia de la desaparición de un buen número de antigüedades sagradas, como una cruz áurea del emperador Constantino o la tiara del Papa Nicolás V.
Veneración y superstición
La proliferación de esta clase de bienes sagrados por toda la Cristiandad, cuya veneración a veces caía en la superstición, y los intereses económicos que había en torno a ellas, los situaron en el centro de las críticas, no sólo de los teólogos protestantes, sino también reformistas como Desiderio Erasmo, Luis Vives o Tomás Moro. En su «Diálogo de las cosas acaecidas en Roma», Alfonso de Valdés, secretario de Carlos V, presenta al Saco de Roma como fruto de la divina providencia y afirma que «las ánimas de los santos no sienten el mal tratamiento que se hace a sus cuerpos, y además con las reliquias se hacen engaños para sacar dinero de los simples, y se perdería muy poco en que no las hubiese». Sin duda, la recuperación de las reliquias romanas contribuyó a restaurar el prestigio del Vaticano, algo esencial para las propias ambiciones de Carlos V para convertirse en la cabeza de una Universitas Christiana, a través de su coronación imperial a manos del Sumo Pontífice. El posterior Concilio de Trento, si bien sancionó esta antigua costumbre cristiana, trató de desterrar «toda superstición en la invocación de los santos, en la veneración de las reliquias, y en el sagrado uso de las imágenes».
El lienzo sagrado de la mujer piadosa
De entre todas las reliquias romanas, sin duda destacaba la Verónica (en la imagen de la izquierda pintada por Strozzi en el s. XVII), un lienzo sagrado cuyo nombre procede de una mujer piadosa que habría limpiado el rostro ensangrentado de Jesús de camino al Calvario, de modo que su imagen habría quedado impresa en la tela. Este episodio no aparece en los Evangelios y procede de una tradición del siglo XII recogida por Jacopo de Voragine. Suponía uno de los mayores reclamos del jubileo, y fueron testigos de su exhibición pública literatos como Petrarca y Dante. Símbolo del poder pontificio, la Verónica aunaba la aversión protestante por las reliquias con su rechazo a las imágenes de Jesús.
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