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La Casa del Gobierno soviético donde se fusiló a 444 comunistas

Un enorme estudio cuenta la tétrica historia de un edificio gubernamental moscovita que fue la cumbre de la deshumanización: un experimento donde concentrar a fieles comunistas que luego serían represaliados
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Hace cuatro años leímos las diversas novedades que, con el pretexto de la conmemoración de Revolución Rusa, se lanzaban a analizar lo ocurrido hace un siglo y tan profundamente marcaría el destino del gigantesco país euroasiático. Catherine Merridale, con «El tren de Lenin. Los orígenes de la revolución rusa», siguió los pasos del líder bolchevique exiliado en Suiza cuando la reacción revolucionaria se hizo efectiva y pudo regresar en un viaje en tren que estaría rodeado de peligros. Se terminaba la época de los zares en paralelo a «La venganza de los siervos», por decirlo con el título que Julián Casanova puso a su estudio en que analizaba cómo desde las altas esferas hubo una suerte de arrepentimiento por no haber tratado a los campesinos dignamente antes de que la indignación popular estallara.
A ello se le añadió «Blancos contra rojos. La Guerra Civil rusa», de Evan Mawdsley, que profundizaba en el complejísimo entramado bélico que asoló al país durante los años 1917-1920 y que costaría más de siete millones de vidas. Algo que pudo comprobar el sindicalista Ángel Pestaña, que acusó a Lenin de autoritarismo y de torturar a su pueblo por falta de libertad y permitir que pasara hambre (lo cuenta en «Setenta días en Rusia. Lo que yo vi») y Emma Goldman, que en «Mi desilusión en Rusia», decía haber vivido «un régimen que implica la esclavización de todo un pueblo, la aniquilación de los valores más fundamentales humanos y revolucionarios». Y nada mejor para saber sobre las décadas de horror soviético y sus gulags que «Terror y utopía» (2014), de Karl Schlögel, en que se conocía de cerca la violencia ejercida a la población durante el año 1937 en Moscú.
En este sentido, quien leyera otro libro, más reciente, como las memorias de Elena Gorokhova «Un montón de migajas» (2019), vería el trasfondo de todo lo citado en paralelo a una vida marcada por el pasado de la madre de la autora. Se trataba de una superviviente de la hambruna, del terror de Stalin y de la Gran Guerra Patriótica. «La Revolución, que prometía liberar al pueblo del yugo del absolutismo y llevar a las clases trabajadoras al paraíso, alimentó la esperanza de la recuperación de Rusia: finalmente, los siglos de desigualdades y explotación tocaban a su fin, y la paz y la prosperidad parecían estar a su alcance». Pero entonces vino la decepción mayúscula, a medida que el hambre atroz volvía en todo el país y «en el horizonte asomaba ya el alba sangrienta de las seis décadas de terror que se avecinaban».
Un edificio frente al Kremlin
Y a todas estas novedades le siguen más, cada cierto tiempo, de parecida temática. La última, colosal, nos habla de cómo «la Unión Soviética era una forma de venganza por las humillaciones sufridas por el Imperio ruso. Era, en última instancia, el mismo país, pero ese país era un Estado multinacional sin un claro propietario étnico. Stalin podía sonar como un profeta nacional ruso, pero su ruso nunca sonó como el de un nativo». Son palabras de Yuri Slezkine, historiador estadounidense nacido en Rusia, profesor de historia rusa, sovietólogo y director del Instituto de Estudios Eslavos, de Europa del Este y Euroasiáticos de la Universidad de California, Berkeley, pertenecientes a «La casa eterna: Saga de la Revolución Rusa» (traducción de Miguel Temprano). El título hace referencia al edificio que concibió el arquitecto Borís Iofán y que se inauguró en 1931: la Casa del Gobierno, una inmensa construcción de más de quinientos apartamentos que se alza en la orilla del río Moscova, delante del Kremlin, destinado en origen a alojar a los principales dirigentes e intelectuales soviéticos y a sus familias.
«Ésta es una obra histórica. Cualquier parecido con personajes ficticios, vivos o muertos, es pura coincidencia». Con este curioso epígrafe se abre este gigantesco trabajo en que Slezkine rastrea la historia de los devotos e ideólogos de la causa bolchevique que gobernaron la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y, pese a ello, acabaron siendo víctimas de las purgas estalinistas. El devenir de estos desdichados inquilinos, dentro de este extraño experimento humano a modo de colmena controladora, se va conociendo a lo largo de las páginas, desde que se instaura el Primer Plan Quinquenal (1928-1932) con el que el gobierno soviético construyó un nuevo Estado socialista y nacionalizó totalmente la economía.
La Casa, dice el autor, «era el mayor edificio de viviendas de Europa y tenía once unidades de diversas alturas organizadas en torno a tres patios interconectados, cada cual con su propia fuente». Una mole imponente «a mitad de camino entre el individualismo burgués y el colectivismo comunista» que contenía apartamentos familiares y espacios públicos, «entre los que había una cafetería, una tienda de comestibles, un ambulatorio, una guardería, una peluquería, una estafeta, un telégrafo, un banco, un gimnasio, una lavandería, una biblioteca, una pista de tenis y varias docenas de salas para actividades diversas (desde billares y tiro al blanco hasta pintura y ensayos de orquesta)». Por si fuera poco, también estaban el Nuevo Teatro Estatal, con capacidad para 1.300 espectadores delante del río y el Cine Obrero de Choque con capacidad para 1.500.
Un marco ideal para hospedar a los comisarios del pueblo, funcionarios del Gulag, comunistas extranjeros, escritores realistas socialistas y personajes ilustres, como el secretario de Lenin y los familiares de Stalin. Un lugar ideal si no fuera porque también sus ocupantes eran diana fácil si las sospechas se cernían sobre ellos. Y es que en las décadas de 1930 y 1940, según las investigaciones de Slezkine, se desalojó a unos ochocientos inquilinos de la casa y a un número desconocido de empleados «y se les acusó de duplicidad, depravación, actividades contrarrevolucionarias o pérdida de confianza. A todos los encontraron culpables de un modo u otro». Las estadísticas son espantosas: 444 fueron fusilados y al resto se les condenó a diversas formas de encarcelamiento, si bien, en octubre de 1941, cuando los nazis llegaron cerca de Moscú, se produjo la evacuación de los demás residentes.
Funcionarios culpables
Primero, el autor elabora el seguimiento de una saga familiar en la que participan numerosos residentes, tanto anónimos como determinantes para la Casa del Gobierno, y luego, se identifica a los bolcheviques como unos sectarios milenaristas que, dice literalmente, estaban preparándose para el Apocalipsis. La tercera parte del libro tiene un contenido más literario, pues no en vano «para los primeros bolcheviques, leer los «tesoros de la literatura universal» fue una parte crucial de las experiencias de conversión, de los rituales de cortejo, de las «universidades» carcelarias y de la vida doméstica de la Casa del Gobierno». De ahí que en paralelo a las teorías de la profecía bolchevique se acompañe de una discusión de las obras literarias que buscaban interpretarlas y mitificarlas.
De este modo, va cobrando protagonismo la figura de los bolcheviques, algunos de los cuales surgen aquí convirtiéndose al socialismo radical, sobreviviendo a la cárcel o al exilio, predicando la revolución que creían inminente, ganando la guerra civil y construyendo la dictadura del proletariado. Todo ello sería solo el comienzo de lo que sigue narrando el autor del libro: cómo se concibió el tétrico edificio y se dio la convivencia allí, hasta alcanzar esa purga, toda una serie de «operaciones masivas» contra los que se consideraban, de repente, contrarios al nuevo y represivo régimen.

Estadísticas de residentes

El autor registra cómo, en el año 1935, la Casa del Gobierno tenía registrados 2.655 inquilinos. De ellos, unos setecientos eran funcionarios estatales y del Partido asignados a apartamentos concretos; los demás eran, en su mayoría, personas a su cargo, por ejemplo, 588 niños. Atendiendo a los residentes y ocupándose del mantenimiento del edificio, había entre seiscientos y ochocientos camareros, pintores, jardineros, fontaneros, conserjes, lavanderas, enceradores y otros empleados de la Casa del Gobierno (y hasta 57 administradores). Era el patio trasero de la vanguardia; una fortaleza protegida por puertas metálicas y guardias armados; una residencia donde los funcionarios estatales vivían como maridos, esposas, padres y vecinos; un lugar donde los revolucionarios volvían a casa y donde fue a morir la revolución. En la Casa algunos inquilinos eran más importantes que otros por su posición en el Partido y en la burocracia estatal, por la duración de su servicio como bolcheviques veteranos o por sus logros.

Algunos inquilinos

Algunos ejemplos de ocupantes: Aleksandr Arósev (apartamentos 103 y 104), uno de los líderes bolcheviques, escribió un diario que conservó su hermana y publicó una de sus hijas. Valerián Osinski (apartamentos 18 y 389), uno de los ideólogos del Comunismo Izquierdista y primer dirigente del Consejo Supremo de la Economía Nacional, mantuvo una correspondencia de veinte años con Anna Shatérnikova, que guardó sus cartas y se las envió a la hija de él, quien las depositó en un archivo estatal antes de escribir un libro de memorias que colgó en Internet y posteriormente publicó su propia hija. Aleksandr Voronski (apartamento 357), el crítico literario bolchevique más influyente y supervisor de literatura del Partido soviético en la década de 1920, escribió varios libros de memorias y fue objeto de numerosos ensayos. Borís Zbarski (apartamento 28), director del Laboratorio del Mausoleo de Lenin, se inmortalizó a sí mismo al embalsamar el cadáver de Lenin.