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La hipocresía del discurso comunista: pactar hasta con el Diablo (Hitler)

El 22 de junio de 1941 la Operación Barbarroja, el plan alemán para invadir la URSS, hacía saltar por los aires el tratado de no agresión entre germanos y soviéticos
.La Razón

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Los comunistas colocaron en Madrid un enorme cartel con el lema «No pasarán», pero no solo pasaron los fascistas en abril de 1939, sino que la URSS firmó un pacto con la Alemania nazi poco después. Desde septiembre de 1939 a junio de 1941, Stalin fue el principal aliado de Hitler gracias al pacto Ribbentrop-Molotov. Incluso el dictador soviético proporcionó materias primas al régimen nazi para su industria armamentística. A cambio recibió la parte oriental de Polonia, cuya población diezmó, Estonia, Letonia, Lituania, Besarabia y tuvo el campo libre con Finlandia. Hitler ofreció a Stalin un imperio, y lo aceptó.
La noticia de aquel pacto causó un «shock» en las filas izquierdistas. ¿Cómo se podía dar la vuelta a la política «antifascista» y a los Frentes Populares para convertirse en aliados del fascismo? Los dirigentes comunistas europeos, los delegados de la Internacional Comunista y los agentes del NKVD –el antecedente del KGB– pidieron instrucciones a Moscú. Era muy complicado, o eso creían, convencer a los que habían luchado de una manera u otra contra Hitler, Mussolini y Franco, de que ahora los nacionalsocialistas eran amigos.
La argumentación se basó en la infalibilidad de Stalin: era el gran conductor del proletariado mundial y, por tanto, sus decisiones eran acertadas aunque fueran incomprensibles. Santiago Carrillo publicó en 1948 un artículo diciendo que el PCE adoptó entonces el razonamiento «sencillo y profundo» de que si el pacto lo había firmado Stalin, «bien hecho» estaba.
También se resucitó el discurso de Lenin en 1914: el verdadero mal era la «guerra imperialista» de Francia y el Reino Unido para satisfacer los interés de sus burguesías contra los trabajadores del mundo. A esto se sumó la idea de la astucia geopolítica de Stalin: el pacto supondría que las potencias capitalistas se desgastaran entre sí, lo que permitiría la expansión del comunismo cuando estuvieran débiles y arruinadas. Así, los comunistas creyeron que el nacionalsocialismo era un aliado inconsciente de la revolución proletaria mundial.
Ese pacto nazi-soviético no se improvisó. Stephen Koch cuenta en «El fin de la inocencia» que en 1936 el jefe de la NKVD en Europa, Abram Slutsky, se entrevistó con el agente Krivitsky en París y le dijo que el Kremlin «se encaminaba hacia un entendimiento temprano con Hitler». En 1938 la ayuda soviética a la España republicana casi desapareció, y sus agentes se fueron retirando. Jesús Fernández en su obra «Yo fui ministro de Stalin» denunció que el Partido Comunista Francés tenía la misión de comprar armas para España y que sus dirigentes se quedaron desde 1938 el dinero que les llegaba. Esto, escribió, era imposible sin el visto bueno de Moscú. La verdad es que daban la guerra española por perdida. Gran parte de los dirigentes del PCE marcharon a Rusia en abril de 1939 e incluso antes. Allí se dedicaron a defender a Stalin o a morir, como sucedió con José Díaz, líder del PCE y al que «suicidaron» justo cuando estaba escribiendo un libro sobre su experiencia política. Le sucedió Pasionaria, un altavoz fiel del estalinismo. A partir de ahí no hubo crisis en el PCE por el cambio de aliado.
Dolores Ibárruri bendijo la alianza nazi-comunista y escribió a su favor para la revista «España Popular», publicada en México, reproduciendo la justificación soviética. El gran enemigo del proletariado, decía, no eran los fascistas, sino las «democracias burguesas», en especial, Francia y el Reino Unido. La invasión de otros países era buena porque se trataba de acabar con la burguesía aliada del «imperialismo» francés y británico. En este juego, la socialdemocracia era una traidora. Justificó la invasión de Polonia por nazis y comunistas como una manera de meter en cintura a la burguesía polaca y su «explotación» de las «minorías» ucraniana y bielorrusa.
Los comunistas llegaron a pensar que la expansión del fascismo generaría la «situación objetiva» para el ascenso del comunismo, sobre todo si estallaba una guerra mundial. No había ingenuidad en esa estrategia, sino maldad. Deseaban ese conflicto, como hizo el comunismo alemán ante el crecimiento de Hitler. De hecho, el grupo parlamentario comunista votó con los nazis la moción de censura que terminó con el gobierno del centrista Von Papen en 1932.
El 24 de agosto de 1939, un día después del pacto Ribbentrop-Molotov, los comunistas franceses iniciaron una campaña contra la «guerra imperialista», que incluyó el sabotaje a la industria armamentística nacional. «L’Humanité» y «Ce Soir», periódicos comunistas, dijeron que se trataba de una victoria del pacifismo de Stalin. Al día siguiente, el gobierno Daladier, del partido radical, cerró esos diarios, y al estallar la guerra el 3 de septiembre, prohibió cualquier manifestación o mitin comunista. El día 26 de ese mes, Daladier ordenó la disolución del PCF y la detención de los miembros del Comité Central al considerarlos agentes de un país extranjero. Maurice Thorez, el secretario general del PCF, desertó del ejército y fue conducido a Moscú con toda su familia. Cuando Alemania invadió Francia en junio de 1940, los nacionalsocialistas liberaron a los comunistas presos. Lógico, eran sus aliados. De hecho, comenzaron a publicar conjuntamente el diario «La France au Travail», obrerista, antisemita y contra las democracias occidentales.
Los comunistas italianos, aún en la Unión Popular con los socialistas, se resistieron a esa alianza con los fascistas. Togliatti, uno de los líderes del PCI, detenido en París y luego liberado, fue quien recondujo la situación publicando la justificación del pacto con los nazis: los socialistas estaban al servicio de la «burguesía imperialista, reaccionaria y belicista».
El resto de los comunistas europeos defendieron el «régimen obrero» de los nacionalsocialistas y criticó la «plutocracia burguesa» de las democracias. Los dirigentes del PSOE, por su parte, atacados por los comunistas, condenaron la alianza con los nazis, lo que tuvo su repercusión. Largo Caballero, el que fuera considerado el «Lenin español» y que metió a dos comunistas en su gobierno, fue detenido en la Francia de Petain, con la que colaboraban los comunistas. De ahí fue a un campo de concentración nazi sin que ningún miembro del PCE mediara para sacarlo.
Esa colaboración contra las democracias fue posible porque ambos eran totalitarios. A los comunistas nunca les gustó el término «totalitarismo». Lo despreciaban (hoy también), e incluso se negaban a usarlo. Hannah Arent, Raymond Aron y otros filósofos eran rechazados por usar el concepto. Eric Hobsbawm, historiador británico y marxista, escribió que «totalitarismo» era un «cliché ideológico», no un instrumento de análisis. Incluso señaló que el pacto nazi-soviético fue solo un «paréntesis» en la lucha antifascista de la URSS. El motivo del repudio izquierdista al concepto totalitario es porque engloba a las ideologías que quieren controlar la totalidad de la vida privada y pública para forjar al Hombre y la Sociedad Nueva, y para eso utilizan medios coactivos y persuasivos.
Los comunistas han estado muy preocupados por la imagen que en Occidente se tenía de su dictadura, incluso hoy es así. El estalinismo compró o sedujo a intelectuales, profesores y periodistas para crear una opinión pública favorable. Era la batalla del relato, que consistía básicamente en mentir y ocultar todo aquello que molestaba. Una de esas cosas fue la alianza de los totalitarismos del siglo XX contra las democracias, y la colaboración de los comunistas con los nacionalsocialistas.