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Lucha de egos entre Antonio Banderas y Penélope Cruz en el Festival de Venecia

Juntos, acaban de presentar en la Mostra una farsa sobre la estupidez de los artistas, “Competencia oficial”
CLAUDIO ONORATIEFE
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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¿Qué ocurre cuando el cine, ese gran espejo lacaniano, rompe con los reflejos que proyecta? Ayer, en la Mostra, ese era el tema: rebuscar entre los escombros del cine que se mira a sí mismo y, desconcertado, nos pide ayuda para interpretar sus abismos. Lo puede hacer, por ejemplo, desde la sátira, como “Competencia oficial”, de los argentinos Mariano Cohn y Gaston Duprat. O desde la metaficción onírica, como lo hace “Last Night in Soho”, de Edgar Wright. O desde la ficción documental que teletransporta el pasado al presente en “Il Buco”, del italiano Michelangelo Frammartino.
Como “El ciudadano ilustre” y, sobre todo, “Mi obra maestra”, “Competencia oficial” es una farsa sobre la estupidez de los artistas, de los que contribuyen a la hipocresía del Arte-Con-Mayúsculas, en este caso una directora convencida de su genialidad (Penélope Cruz) y los dos actores que protagonizarán su nueva película, una estrella de alfombra roja (Antonio Banderas) y un maestro de intérpretes con ínfulas intelectuales (Óscar Martínez). La singularidad de la propuesta de Cohn y Duprat es no llegar al rodaje: la trama se centra en los ensayos previos a la filmación, allí donde los egos, como puños incendiados, dan donde más duele. “El ego es, más que un arma para el actor, un inconveniente”, afirmó Banderas en un encuentro con la prensa española. “El ego engaña. Hay que atacar los personajes con humildad. El ego te meterá en una caja que te impedirá comunicarte con tus compañeros”. Algo que Óscar Martínez matizó: “Creo que el ego es necesario, como lo es para aspirar a un cargo político y que la gente te vote. No hay que dejar que te gobierne”.
El caso es que “Competencia oficial”, que la prensa en Venecia celebró con calurosos aplausos, es una sucesión de episodios cómicos, más o menos ingeniosos, que no admite progresión dramática. Como ejercicio de cínica autocrítica, funciona como una ‘sitcom’ desigual, apuntalada, eso sí, en un excelente trabajo con los espacios que abandona a los personajes a la abstracción de su propia estulticia. “Todo está fuera de escala”, apuntaba Mariano Cohn. “Queríamos una cámara que no interfiriera en la ‘performance’ actoral. Los encuadres tenían que mostrar una interacción, sin un montaje que interrumpiera esa espontaneidad”, apostilló Duprat. Tienen razón los argentinos cuando dicen que “el arte tiene un grandísimo porcentaje de fraude, pero no en el sentido peyorativo”. Y continúan: “Es otra forma de comunicación que excede los parámetros éticos y estéticos que uno aplica a otros aspectos de la vida. El arte no es solo una forma de conocimiento”. En este dispositivo redundante de desenmascaramientos mutuos, solo llegamos a entender una cosa: que a veces la sátira solo sirve para que admitamos que el traje del emperador lo vestimos todos, también los que critican.

Cine dentro del cine

Cinéfilo empedernido, Edgar Wright aborda el “cine dentro del cine” desde otro ángulo, explorando el lado oscuro de la nostalgia. Así las cosas, en “Last Night in Soho” invita a unos cuantos iconos del cine británico de los sesenta -Rita Tushingham, Terence Stamp, Diana Rigg- y escoge una irresistible selección de temas de la época (de Petula Clark a The Animals) para que su protagonista, una chica de campo (Thomasin MacKenzie) que se instala en el Soho londinense para estudiar moda, cruce al otro lado del espejo, cada noche, para encontrarse con la que suponemos su alter ego (Anna Taylor-Joy) en los años sesenta, una aspirante a cantante que acabará prostituyéndose para poder alcanzar una fama ilusoria que, obviamente, nunca llega. El motivo especular abunda en la convivencia entre pasado y presente, y Wright lo utiliza con astucia y gran fuerza visual, interconectando dos mundos en los que el fracaso de los sueños femeninos y los abusos sexuales de una sociedad machista parecen evocar, eso sí, en exceso el código normativo de la era #metoo. No estamos muy seguros de si Wright se encuentra cómodo en ese discurso, que contradice en un final muy ‘giallo’ donde la película se encuentra a sí misma, quizá cuando es demasiado tarde.
Lo que hace Michelangelo Frammartino en “Il Buco” también tiene que ver con la capacidad del cine con jugar con los tiempos verbales. Es sorprendente cómo consigue que las imágenes de la Calabria profunda de 1961 en la que está situada la película, reconstrucción de la expedición de un grupo de espeleólogos a la caverna del Bisutto, por aquella época la tercera más profunda del mundo, pasen por documentales. En manos del autor de “Le Quattro Volte”, el tiempo se transfigura y las memorias del subsuelo se hacen presentes desde lo real. Tal vez ayuda a que en esa remota región de Italia el tiempo se haya detenido, pero es la fuerza del viaje -el cine trabajando, sin diálogos- la que nos transporta al pasado como si este se desplegara ante nuestros ojos.