Jane Campion y Paul Schrader desnudan la masculinidad tóxica en el Festival de Venecia
Tanto la directora neozelandesa autora de la magistral “El piano” como el guionista de “Taxi Driver” apuestan en la Mostra de Venecia por un agudo análisis de un tipo de masculinidad en crisis
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En la jornada de hoy, coincidieron en la Mostra un par de sendos estudios sobre la masculinidad tóxica y atormentada. Tanto Jane Campion, con la extraordinaria “The Power of the Dog”, como Paul Schrader, con la magnífica “The Card Counter”, hablan de hasta qué punto el hombre está atrapado por la culpa, y la reprime para ser aceptado según lo que se espera de un género que es, como el femenino, una construcción social. Sobre todo en “The Power of the Dog”, que a ratos parece una áspera compañera de viaje de “Pozos de ambición”, y que se revela como un post-western articulado alrededor del deseo y su poder destructivo.
La deconstrucción de la masculinidad no es nueva en el cine de la neozelandesa, la cineasta más veterana de las cinco que concursan en la Mostra. Su gran éxito internacional, “El piano”, que la consagró como la primera mujer que obtuvo la Palma de Oro, enfrentaba la idea de dos arquetipos masculinos -el (teóricamente) civilizado y el primitivo- que contradecían la imagen estereotipada que proyectaban desde la brutalidad (Sam Neill) hasta la sensualidad (Harvey Keitel). Esos dos arquetipos se conjuran, en “The Power of the Dog”, en un solo y fascinante personaje, el de Phil Burbank (un espléndido Benedict Cumberbatch, que nada le tiene que envidiar al Daniel Day Lewis más bestial).
El ángel exterminador
En el estado de Montana, en los años veinte, Phil es un terrateniente junto a su hermano George (Jesse Plemons). Sus modales son los de un macho alfa disfrazado de cowboy, que suelta citas en latín y toca el banjo vigorosamente. La intrusión de una mujer (Kirsten Dunst) -y, posteriormente, la del amanerado hijo de esta, auténtico ángel exterminador de la trama- en la fortaleza varonil que ha construido con George pondrá en crisis su frágil identidad, forjada a la fuerza según un asfixiante código de honor que escupe sobre cualquier asomo de sensibilidad.
Adaptando la novela homónima de Thomas Savage, Campion articula su discurso sobre la masculinidad como cárcel, crimen y castigo para todos los que no aceptan sus reglas sin hacer ni una sola concesión al respetable. Cuanto más avanza la película, más áspera, tensa, elíptica y abstracta se hace. Cierto es que la banda sonora de Johnny Greenwood contribuye a densificar la atmósfera de este oscuro western ‘queer’, pero es la puesta en escena, su obsesión por el detalle, sus interiores tenebrosos, y, finalmente, la enfermiza y compleja relación entre Phil y Peter (inquietante Kodi Smit-McPhee) los que la convierten en una experiencia apasionante. Si “Brokeback Mountain” reformulaba los códigos del western a partir de un relato de pasión homosexual mayormente reprimida, “The Power of the Dog” transforma esa represión casi en materia prima de un western de terror.
Por otro lado, el William Tell de “The Card Counter” utiliza sus traumas del pasado como combustible para redimirse. Escribe un diario, como el sacerdote ecofanático de “First Reformed”, y acaba con sus huesos en la cárcel, como el protagonista de “Pickpocket”. Es el epítome del personaje schraderiano, lo que significa que es, también, la condensación del héroe epifánico del cine de Bresson. Bressoniana es la manera en que lo interpreta Oscar Isaac: vuelta hacia adentro, inexpresiva, con una gran fuerza de espíritu. Esa fuerza puede estallar en un acto de bondad o en uno de violencia, como le ocurría a Travis Bickle en “Taxi Driver”, la obra maestra de Scorsese que Schrader escribió. Si Bickle era veterano del Vietnam, Tell fue torturador (a su pesar) en Abu Ghraib, y ahí está su mochila, que le lanza a ser jugador de póker profesional para olvidarse de cuanto pesa su culpa. Hasta que la culpa le abofetea en la cara en forma de joven al que salvar (Tye Sheridan). El joven quiere venganza, Tell quiere perdonarse convenciéndole de lo que vale el perdón en un mundo que no se hace responsable de nada.
Tiene razón Schrader: ha hecho la antipelícula de póker. No hay ningún glamour en el blackjack, solo la rutina de la espera, el orden matemático de una ceremonia que se repite y se repite en círculos concéntricos hasta que la mente, vacía, está preparada para liberarse de sus heridas. Schrader se arriesga a perder a algún espectador por el camino, que no entienda ese ‘huis clos’ de corazones y diamantes que parece estancarse en los límites de un tapete verde. La tensión que alcanza el desenlace es, sin embargo, un chute de adrenalina de extraordinaria precisión. Bresson debía de estar aplaudiendo al otro lado del casino.