Vladimir de Pachmann, el pianista que solo tocaba para gente guapa
Las excentricidades del artista ucraniano se convirtieron en parte del “show”; incluso paró un recital por una mujer que le parecía “fea”, en sus propias palabras
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El mundo del piano ha cambiado en un siglo. Hoy en día ya no viajan con sus pianos. Hace cincuenta o sesenta años los grandes pianistas se desplazaban con dos. Arthur Rubinstein siempre enviaba al siguiente concierto uno de los pianos, mientras que el otro lo utilizaba para dar el concierto. Joseph Hoffman tenía un piano con el teclado más pequeños de lo normal, al ser sus manos un poco más pequeñas. Después existían las manías de cada uno de ellos.
Hoy en día las cosas son diferentes. El público no permitiría ciertas extravagancias que, cincuenta o cien años atrás, formaban parte del espectáculo, del recital, del concierto. El público esperaba que el pianista lo hiciera. ¿Es mejor ahora? La verdad es que no se puede contestar esta pregunta. El arte, la interpretación era extraordinaria. No hacían estas cosas por una carencia o falta de virtuosismo. Al contrario, lo eran y muy buenos. El tema estriba en el hecho de un punto de superioridad con respecto al público. Se les trataba como dioses y, por ello, podían hacer lo que les daba la gana encima de un escenario.
Uno de ellos, de los más excéntricos pianista del que tenemos referencia es Vladimir de Pachmann. Nació en Odesa (Ucrania) el 27 de julio de 1848. Estudió piano y composición con Anton Bruckner en la Universidad de Música y Arte Dramático de Viena. Como muchos pianistas de su época, viajó por todo el mundo promocionando marcas de piano. Era la manera que los fabricantes tenían de vender pianos. Pachmann promocionaba Chickering. Con su mujer Maggie Okey realizó giras de conciertos por Europa. Solo tocaba las obras de Chopin, aunque a veces incluía Bach, Scarlatti, Mendelssohn o Henselt. Pachmann fallecería en Roma el 6 de enero de 1933. En Spotify el lector podrá escuchar las grabaciones que hizo entre 1900 a 1907, interpretando los valses, mazurkas y otras piezas de Frederic Chopin.
Pachmann tenía la costumbre de dirigir la palabra al público, como si estuviera en su casa. Cuando acababa de realizar un pasaje difícil paraba la interpretación y, dándose besos en las manos, exclamaba: «¡Bravo Pachmann!». Era normal en él llegar al escenario y decirle al público: «Lo siento, pero no he tenido tiempo de estudiar las piezas que he de interpretar». Acto seguido, repasaba tranquilamente algunas escalas y, cuando consideraba que era el momento oportuno, interpretaba el programa de aquella noche.
Ofensa a la «vieja mona»
Un día, tocando en una abarrotado Albert Hall de Londres, hizo una espectacular entrada. Se sentó en la banqueta, delante del piano e, inmediatamente, dio señales de intranquilidad. Segundos después se levantó y se marchó. La sala se quedó con la boca abierta. Un cuarto de hora después apareció en el escenario el secretario del pianista. Colocó, con toda la solemnidad del mundo, debajo de una de las patas de la banqueta, una hoja de papel de fumar. Al finalizar este excéntrico ritual, Pachmann salió de nuevo al escenario y comenzó el recital.
En la misma sala Pachmann volvió a hacer de las suyas. Empezó a tocar y, acto seguido, vio que en las primeras filas, entre el público, había una mujer bastante fea. La observó en varias ocasiones. De repente, dejó de tocar y se retiró del escenario. Una vez dentro, le explicó al empresario de la sala que no continuaría tocando si aquella señora no se retiraba. El empresario sabía que Pachmann era capaz de hacer esto y cosas peores. Se le ocurrió una idea para que el recital continuara. Fue a hablar con la señora y le explicó que su vestido verde no le gustaba al artista, pues este tenía una idiosincrasia especial para aquel color. La convenció, con aquella excusa, que ocupara un lugar en el palco de la dirección. El problema ya, inicialmente, quedó así resulto. Al menos, esto es lo que pensaba el empresario. Cuando Pachmann volvió al escenario, y mientras se dedicaba a hacer escalas, para calentar los dedos, exclamó: «Qué feliz me siento ahora que se ha ido aquella vieja mona que estaba delante de mí».
La actitud de Pachmann, como hemos dicho, no sería reprobada hoy en día. Sin embargo, este comportamiento constituyó, por sí mismo, un poderoso elemento de éxito en su carrera porque, evidentemente, el público iba a verlo no solo por su arte musical, sino para sorprenderse de sus excentricidades y, naturalmente, se las exigía. Un recital de Pachmann, sin este comportamiento incorrecto, hubiera sido un fracaso.