Alfonso Ussía: «Donde no hay sentido del humor hay dogma»
La saga del marqués de Sotoancho llega a su duodécima entrega con la divertida novela «El gato negro y la pildorita azul»
Como las entregas de Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves, de su admirado P. G. Woodhouse, la saga del marqués de Sotoancho de Alfonso Ussía se ha hecho un hueco ya por derecho propio en la novela humorística española, un terreno menos practicado que en la tradición anglosajona. Entre las excepciones a esta afirmación está el carismático personaje creado por el escritor, periodista y columnista de LA RAZÓN hace ya quince años y once entregas, doce con la que acaba de llegar a las librerías, «El gato negro y la pildorita azul». En este duodécimo volumen, Sotoancho se enfrenta al otoño de su virilidad, convertido, entre otras divertidas expresiones, en un «pruno en noviembre». Lo cual no le vendrá mal para arrancarse a escribir unas memorias. La pildorita azul del título, primero, y una inesperada pasión por una anarco-comunista de Femen, después, le devolverán las capacidades amatorias. Y entre que sí y que no, el marqués deberá hacer frente a unas elecciones locales, a un capellán problemático y a la aparición de un felino de mal fario.
–En este libro vemos a un Sotoancho más otoñal, más melancólico que otras veces...
–Al comienzo sí, luego ya se alegra. Cela, que era muy lector de Sotoancho, me preguntó un día: «¿Cómo estructuras la trama de las novelas del marqués»?. Y yo le dije: «Mira, primero, la estructuro. Y luego la estructura se va a freír monas, porque a mí el que me manda es el personaje». Él me dijo: «No deberías hacer eso, si el personaje se te va de las manos debes pegarle una hostia y que vuelva a la estructura». Y le dije: «No estoy de acuerdo, porque entonces sería una novela muy rígida, y si el personaje logra dominar al autor, significa que está vivo. Yo no me veo tomando una copa con uno de tus grandiosos personajes en ‘‘La familia de Pascual Duarte’’, ‘‘Madera de boj’’ o ‘‘Mazurca para dos muertos’’. Pero sí me veo, tranquilamente, tomando una copa con el marqués de Sotoancho en cualquier sitio de Sevilla, de Jerez o de Madrid». Y entonces Cela me dijo: «Pues la verdad es que tienes razón. Si me encuentro con Sotoancho, le diría: ‘‘Soy Camilo José Cela, ¿quiere usted tomar una copa conmigo?’’».
–¿Hubiera sido amigo suyo de ser real?
–Sí, hubiera sido bastante buen amigo mío. Sotoancho tiene muchas cosas de las que yo envidio. Por ejemplo, tener un sitio en el campo en Andalucía. Creo que yo, como él, no hubiera salido de allí, habría tenido el mismo sentido de la territorialidad. A Sotoancho todo lo que suceda fuera de los límites de La Jaralera no le importa ni le afecta. Él vive por y para su campo y para los suyos, porque es un hombre generoso.
–Es un antídoto bueno, porque si tuviera que afectarle todo lo que ocurre en España, estaría de psiquiatra...
–Claro, él está allí enclaustrado, encapsulado. Y lo que traslada a los lectores es que lo único importante que pasa en el mundo es lo que le ocurre a él. Como le pasan cosas muy raras, eso es lo que le mantiene vivo.
–¿Para el lector es una suerte de evasión de los problemas del día a día?
–Sí, si es una evasión para el autor, también lo es para el lector.
–¿Y lo es para el autor?
–Sí, lo es. Sotoancho me ha salvado de muchas neuras, de muchos momentos difíciles, de situaciones desagradables... Por eso es un personaje constante y con futuro: yo, cada vez que necesito relajarme, escribo de él.
–No lo veo tan claro, porque lo va envejeciendo en cada libro y ha llegado ya a ser un «pruno en noviembre», un «muñeco»?
–Pero a lo mejor he llegado hasta el tope del envejecimiento de Sotoancho. La próxima novela la tengo planteada sobre su juventud, entre otras cosas para recuperar una figura fundamental para mí y sobre todo para los lectores, que me lo reclaman: la madre, ese ser tan intolerante, tan rígido, tan anterior a Trento; y recuperarla en el momento de su esplendor de intolerancia, de todo lo malo, pero que, con el humor, se convierte incluso en una maldad positiva.
–Sotoancho es una especie de microcosmos. Pero, ¿se podría decir que en La Jaralera está toda España metida?
–Sí. Sotoancho, si se trasladara a una serie o una miniserie, no tendría acento andaluz, aunque esté en el corazón de la baja Andalucía. Él podría tenerlo, pero Tomás –su mayordomo– es de Burgos; Helena, la que su ocupa de sus niños, de Valladolid –¡la verdad es que no sé qué hacer con los niños en este momento!, los tengo viajando–; hubo cocinera vasca; Don Crispín, que ya se ha ido... hay una representación territorial de toda España.
–Y social también...
–También. No he querido meter a esta nueva corriente política de Podemos porque habría sido oportunista y absurdo, y además me parecen unos seres demasiado estalinistas. Me divertía más meter a Femen.
–¿Es una suerte de ajuste de cuentas con este movimiento feminista hacer que su protagonista se ligue a una?
–Exactamente (risas). No sólo eso, sino que es una chica normal. El Rastrojero, su padre, es un tipo que existe en Andalucía: ese hombre que no ha llegado nunca a plantearse por qué es de ultraizquierda, y de pronto va viendo que las cosas no son como cree, y que él mismo reacciona como un burgués católico beato ante situaciones de su hija. Un andaluz no acepta que se rían del patrono. Hay comunistas en Almonte que no tolerarían la más mínima ironía sobre la Virgen del Rocío.
–Las elecciones llegan a La Jaralera. Y Sotoancho convence a todos los candidatos para que no se presenten. ¿Se lo ha pasado bien «desmontando» a los partidos políticos?
–Pues sí, como dice Tomás: «Señor marqués, Churchill, a su lado, Elena Valenciano», porque realmente acaba con los cuatro. La verdad es que ninguno de ellos tenía una gran vocación, pero eso pasa un poco en los pueblos. Se carga al del PSOE, al del PP, a Julio el Rastrojero, que se presenta por IU-Los verdes-Mueran los ricos, y al conductor de la camioneta, que lo que quería era medrar.
–A Sotoancho, en el fondo, la política ni le va ni le viene, él vive a lo suyo. Esa indiferencia política es el resultado de cierta indiferencia también de Alfonso Ussía?
-Sí. Sotoancho es absolutamente apolítico. Lógicamente, es un hombre liberal. Pero él respeta todas las tendencias. No es racista, es lo suficientemente moderno para aceptar que su guarda mayor viva con un zulú, cosa que su madre no aceptaba; él está por encima de todas esas cosas. Su único interés, por lo que lucha, por lo que vive, es porque la gente que el destino ha puesto en su entorno sea feliz. Tener por tener no da la felicidad. La da tener y repartir. Y hacer felices a los demás.
–«La gente es mucho mejor cuando deja de ser comunista. Se humaniza». ¿En frases como ésta se cuela el verdadero Ussía o pertenece a Sotoancho?
–Claro, lo digo yo. Ahí es de los pocos momentos en que yo domino a Sotoancho. La gente se humaniza porque pierde dogma. Cuando deja de ser comunista o cuando deja de ser un fascista incontrolado como era su madre. Para que el ser humano sea humano tiene que desterrar el dogmatismo, la inflexibilidad. El comunismo es puro dogma. Donde no haya sentido del humor hay dogma. Y en los extremos nunca hay sentido del humor.
-Usted no debe de ser nada dogmático, porque le sobra humor para dar y tomar.
-Yo no soy nada dogmático, entre otras cosas porque yo todavía, y ya soy bastante mayor, no sé lo que soy.
-Dejemos la política para tratar el otro tema de la novela: el sexo.
-Sotoancho es un hombre que conoció mujer a los 55 años. A los 57, su madre, engañándolo, lo mandó a Sevilla a hacerle la fimosis, que es una añagaza que nunca le perdonará. Es un hombre que se da cuenta de esto del sexo muy tarde. Y, como todos los conversos, él se convierte a la mujer con mucho retraso, pero con frenesí. La melancolía del principio de la novela es que él considera que ya no, que le ha llegado su momento. pero también está contento. Juan Antonio Vallejo-Nájera, que era muy amigo mío, mucho mayor que yo, pero un personaje del Renacimiento, médico, escritor, pintor... me contaba que tenía un amigo muy mujeriego y, de pronto, este hombre dejó de interesarse por las mujeres. A los 65 años se hizo la carrera de Derecho, se doctoró, hizo Filosofía y Letras, Filología inglesa... Y se preguntaba: «¿Si yo esto lo he podido hacer en siete años, qué hubiera podido hacer si desde los veinte no me hubieran gustado tanto las mujeres y no hubiera perdido el tiempo?». Un heterosexual está pensando en las mujeres el 60% de su tiempo libre. Si ese 60% lo utilizas para otras cosas, tienes tiempo para todo en la vida. Y entonces Sotoancho está contento. Pero al final, llega la pasión.
-Pero antes que la pasión, llega el truco, la pildorita azul...
-Que no le funciona.
-¿Es respetable o indigno para quienes la usan?
-Para los que les haga falta es algo absolutamente respetable. Pero para él no; él cree que no se puede alterar la naturaleza.
-¿Eso es muy español, hay todavía una España muy conservadora en eso?
-Sí, muy conservadora.
-Somos aún muy «machos»...
-Hay un machismo escondido, e incluso con balcones a la calle. Y lo va a haber aún más. El macho español nunca ha tenido que defenderse del poder de la mujer, que ahora es infinitamente mayor que el del hombre. Es lo políticamente correcto. El machista que no quiere adecuarse a los tiempos se va a hacer más machista todavía.
Contra la corrección política
En Alfonso Ussía, la guerra contra lo «Políticamente correcto» y lo «cursi» es ya una postura vital. «Lo políticamente correcto es lo vulgar, lo más aburrido del mundo. Si hay algo de lo que yo abomino es de eso», defiende con claridad. Y añade: «No sólo en la forma de expresarse, sino en la de ser, en la manera de querer cambiar nuestro idioma». Por ejemplo: «Recuerdo una crónica deportiva que decía que el tercer gol del Madrid lo había marcado de un gran disparo ‘‘el subsahariano Seedorf’’. ¡Pero Seedorf es de Ámsterdam!», cuenta entre risas. «Ya no se puede decir ‘‘negro’’. Ni ‘‘maricón’’. Pero está en nuestros clásicos. Quevedo en estos momentos habría escrito una obra magistral analítica sobre el mal que hace al idioma lo políticamente correcto». Y de ahí salta –por cursi– al dialecto de los comentaristas deportivos –«‘‘¡Ha negociado una curva!’’. ¿Es que la ha comprado y se la ha llevado a casa?»–, y recuerda un partido del Atlético, recién descendido a Segunda y jugando mal ante el Levante: «Se empezaron a oír silbidos en el campo. Con una gran solemnidad, el comentarista dijo: ‘‘Están creciendo los pitos en el Calderón’’».