Ángel de la Calle: «He querido recuperar la idea de que en la novela cabe todo»
En «Pinturas de Guerra», que se desarrolla en el París de los setenta, narra las historias de artistas latinoamericanos que escaparon de las atrocidades de las dictaduras militares que dominaban entonces la región.
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En «Pinturas de Guerra», que se desarrolla en el París de los setenta, narra las historias de artistas latinoamericanos que escaparon de las atrocidades de las dictaduras militares que dominaban entonces la región.
Ángel de la Calle es un hombre callado, de sonrisa intermedia repleta de ironía y mirada fija. Se diría que lo observa todo. Hasta lo que no se ve. Más allá de la Semana Negra de Gijón, que dirige con acierto, lo suyo es el cómic. O mejor dicho: lo suyo también es el cómic. En realidad lo son las buenas historias –más si son duras– que el escritor y dibujante elige contar con palabras e imágenes. Puede hacerlo gracias a su amor al género desde chico, por el que conoce hasta el delirio a los más grandes –es una enciclopedia con dos piernas de Hugo Pratt–; pero, sobre todo, se lo permite su talento de dibujante que, sumado al de novelista, le ha llevado a concebir su última y extraordinaria obra, «Pinturas de guerra» (Reino de Cordelia).
Coincido con el escritor mexicano, Paco Ignacio Taibo II, que la prologa, en que se trata de «uno de los más brillantes relatos gráficos actuales». Una obra dura y comprometida donde se conjuga el cómic, la historia contemporánea y una ficción que protagoniza el propio Ángel. «Es un ejercicio de autoficción –afirma–, porque por un simple motivo cronológico yo no podría haber estado en París en los años en los que sucede lo que cuento, pero me pareció que era una forma de narrarlo y que el incluirme dentro de la historia junto a muchos personajes reales y otros inventados le proporcionaba verosimilitud y, tal vez, otra lectura».
Es a ese París de los años 70 al que un joven español de su mismo nombre viaja para intentar desvelar el misterio de la muerte de la actriz estadounidense Jean Seberg. Allí llega por error a un edificio donde habrá de convivir con artistas latinoamericanos, refugiados políticos que huyeron de la represión militar del Cono Sur y de México, que le llevarán a recorrer una historia dura que, en realidad, halló en una pared. «Cuando visité la escuela de Mecánica de la Armada en Buenos Aires–que no es precisamente un parque temático– había dos monitores que no me dejaban hacer fotografías, pero sí dibujar y, mientras lo hacía, uno de ellos me preguntó: “Oye ¿eres dibujante?”, y entonces me enseñó que, cuando se fueron los marinos y buscaron debajo de las mil capas de pintura puestas una sobre otra, encontraron un dibujo que hizo en su día uno de los secuestrados. Estaba en el lugar donde les ponían la inyección para que se durmiesen y poder subirlos a un camión, del camión al avión y del avión al río de la plata. Las cinco mil veces que lo hicieron. Uno de ellos, cuando estaba entre la vida, la muerte y la somnolencia, dibujó en esa pared. Y yo vi su dibujo, que ni sabía con qué lo habría hecho, con algo que tuviera filo, en todo caso, y pensé en ese hombre o mujer que sabía lo que le iba a pasar y se puso a dibujar. Y entonces fue como si me mirase y me preguntase: “¿Por qué no cuentas mi historia? Si tú no lo haces nadie lo hará”. En ese momento dejé lo que tenía entre manos y empecé a investigar sobre el tema de los desaparecidos, de los secuestrados y, sobre todo, de los que luego aparecieron y lo que pasó con ellos».
No debió ser sencillo escribir bajo esa «vigilancia». De la Calle habló con mucha gente desaparecida, secuestrada, en trabajo esclavo. Todos fueron muy amables, menos ese «vigilante anónimo»: «Era como si lo tuviera siempre a la espalda diciéndome que lo estaba contando mal, que tenía que contarlo mejor». Y vaya si lo hizo. Construyó una historia donde resuenan los ecos de «Rayuela» y de «El libro de Manuel», de Cortázar, junto a las voces de los torturados con tal credibilidad que provocó hasta agradecimientos de algunos protagonistas reales. «Recuerdo que en la primera edición mexicana en la feria del libro del Zócalo, en Ciudad de México, una de las personas que estuvo secuestrada en la ESMA, Pilar Calveiro, una socióloga muy importante que escribió dos libros fundamentales sobre los campos de concentración en las dictaduras americanas, me dijo: “Gracias por contarlo”. Ahora sé que debería haberle contestado: “Gracias a ti por sobrevivir”».
Ángel sobrevivió al dolor de narrar una historia tan dura, con la imagen y la palabra, y de hacerlo por dentro y por fuera, como protagonista y creador. «Creo que la novela contemporánea, sea gráfica o no, se la juega en la estructura. Cervantes ya hacía en “El Quijote” lo de estar hablando todo el tiempo de él y a mí me apetecía recuperar un poco esa idea de que en la novela cabe todo; y esa parte de la autoficción es un añadido. Ese personaje que lleva mi nombre está ahí para que se junten todos los demás y también trata de reflejarnos a nosotros mismos».
Y lo hace a través de esos textos y dibujos impactantes, entre las luces y las sombras. «Intenté que nunca hubiese ni oscuridad total ni blancura diáfana porque la historia se entremezcla y a veces los malos son buenos y los buenos, malos. Aunque yo soy bastante maniqueo. No creo que haya un ser diabólico que hace el mal, sino que somos nosotros quienes a veces, pudiendo hacer el bien, no lo hacemos, y al revés. Me pareció que aquello tenía que ser dibujado de forma verosímil, pero que no pareciera ni realista ni un dibujo clásico de cómic que te aleja de la historia por su condición de tebeo». Pues es verosímil, sí. Y duele.