Así nacieron la cultura woke y el «victimismo» mundial
El valioso ensayo de Costanza Rizzacasa narra el surgimiento de estos discursos y la cancelación de artistas, que recortan la creación
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Imagine prohibir en las escuelas la «Odisea», de Homero porque es intolerable que una mujer, Penélope, espere tanto tiempo, veinte años, a un hombre, Ulises. O que el club de ballet de la Universidad de Princeton, tras nombrar primera bailarina a una afroamericana, dijera que su objetivo es «descolonizar la danza» porque es un «arte imperialista y supremacista blanco». O que Jaeanine Cummis tuviera que cancelar la gira para presentar su novela «Tierra americana», sobre inmigrantes mexicanos, por no ser de origen mexicano. O que no se represente «Los monólogos de la vagina» (1996), de Eva Ensler, porque excluye a las «mujeres sin vagina». Piense en menús temáticos en universidades privadas y públicas que tienen que ser retirados porque los cocineros no pertenecen a la etnia que creó dichos platos. O en reglamentos para no vestir en Halloween disfraces que puedan resultar insultantes para algún grupo, como una caucásica disfrazada de Pocahontas. En caso contrario, si alguien osa ejercer su libertad o desconoce las normas, se convierte en cancelable, y los «afectados» exigen su expulsión de la vida pública, incluso del trabajo.
La corrección política ha convertido en autoridad estas memeces y provocado que las instituciones atiendan los requerimientos de los indignados. A esta persecución han contribuido los medios de comunicación y, sobre todo, las redes sociales, una auténtica cloaca donde se persigue a las personas por pensar de manera distinta, dejando para siempre información sin contrastar o tergiversada. Es un puritanismo totalitario que deja corto a Nathaniel Hawthorne, autor de «La letra escarlata» (1850); ya sabe, la historia de una mujer obligada a llevar un estigma público por haber sido adúltera en medio de una sociedad hipócrita. Hoy, la persona acusada se vuelve tóxica, ya no puede ejercer su profesión, ni sus obras o trabajos deben estar expuestos a la sensibilidad social. Esto lleva al repudio institucional y a la marginación, con los consiguientes problemas económicos y psicológicos para el cancelado. Esto es lo que está ocurriendo en EEUU desde la década de los años 1990. Lo que empezó como una cuestión de justicia histórica y de dignificación de colectivos marginados ha terminado convirtiendo la vida pública en un campo de minas.
Lo cuenta muy bien Costanza Rizzacasa en «La cultura de la cancelación en Estados Unidos» (Alianza Editorial, 2023). Es así cómo el país forjado sobre el mérito y la capacidad ha quedado como la tierra del «safetyism»; es decir, de la seguridad emocional como valor sagrado por encima de la calidad, el trabajo y el esfuerzo. Así lo demostraron Greg Lukianoff y Jonathan Haidt en su libro pionero, «La transformación de la mente moderna» (2018).
La sucesión de denuncias, cancelaciones y ostracismos que relata Costanza Rizzacasa muestra que allí se vive una auténtica guerra cultural para eliminar del presente cuanto choca con las sensibilidades de los colectivos «marginados». Toda esta radicalidad de la cultura de la cancelación no ha llegado a España de manera tan directa, aunque existen ejemplos de su práctica. Aquí, unas humoristas elaboraron en TVE un programa para cancelar el humor de hace décadas por hacer chistes machistas, racistas u homófobos según los criterios de hoy. También hemos asistido a boicots en la presentación de libros, como el titulado «Nadie nace en un cuerpo equivocado», de José Errasti y Mariano Pérez Álvarez. Contar que aquí ocurre lo mismo que hoy pasa en EEUU es efectista, pero falso. Ahora bien: no está de más poner las barbas a remojar.
Empecemos por el principio. La cancelación es la eliminación de obras y personas, ya sean libros, esculturas, canciones o cualquier manifestación cultural, incluido el lenguaje, para «limpiar» el presente en justicia con el pasado. Es una censura. Esa justicia se refiere a resarcir a colectivos damnificados anteriormente, o a la necesidad de preservar su identidad actual.
¿Quién lleva a cabo la política de cancelación? Rizzacasa se empeña en su obra en que la cancelación es obra de la izquierda y de la derecha –liberales y conservadores en EEUU–, pero la desproporción es abismal. Todo comenzó en las universidades privadas, pobladas por estudiantes de familias ricas. Estos alumnos usaron internet para denunciar «trigger warning» (microagresiones); esto es, faltas de tacto y ofensas verbales a minorías, incluidas las mujeres. Lo que dio lugar a lo que Rizzacasa llama «nueva cultura mundial del victimismo». Un ejemplo: la cancelación de una clase de yoga para personas discapacitadas porque el instructor no era indio –de la India– y resultaba una «apropiación cultural».
Nada tiene que ver con el conocimiento, sino con la sensibilidad. Los sentimientos se han convertido en más importantes que la formación o el esfuerzo. Igualmente es una forma tramposa de ganar la competición profesional. La «víctima» de la agresión adquiere un estatus moral que la eleva social y laboralmente. Es un magnífico negocio. Por eso los colectivos victimizados reclaman «espacios seguros» en las universidades, en referencia a clases y aulas, incluso comedores y bibliotecas, donde no haya nada que pueda ofender. Han formado BRT (Equipos de Respuesta a la Discriminación) para vigilar lo que se dice, como chistes o alusiones de la cultura popular, e iniciar un proceso de denuncia. Es por esto que los docentes reciben formación para evitar en sus palabras, gestos, contenido educativo o vestimenta cualquier tipo de microagresión.
Hoy en los campus universitarios no es posible decir lo que se piensa. No hay libertad, ni debate. Está a la orden del día perseguir a los docentes e investigadores que dicen o escriben algo que se sale de la corrección política. Arruinan sus clases, los difaman en las redes y presionan a las autoridades universitarias para pedir su ostracismo y despido. La persecución no cesa a pesar de que cuatro de cada cinco docentes norteamericanos se definen de izquierdas.
Es el movimiento «woke» (despierto, consciente), que pretende corregir la sociedad entera y emanciparla de la «esclavitud mental». El lema es «Stay angry, stay woke» (Permanece enfadado, permanece despierto). De ahí las formas agresivas y despiadadas, la persecución sin fin y la polarización. Los conservadores quieren que lo woke sea tratado como un progresismo enloquecido, y los progresistas reivindican su espíritu. También esto ha redundado, como escribe Rizzacasa, en una decadencia de la creatividad, una infantilización por la sobreprotección y una mayor polarización con mucha violencia y odio. Es en este sentido en el que algunos escritores empiezan a hablar de la posibilidad de una guerra civil en EE UU, algo que me parece exagerado. Esa aseveración pesimista está muy influida por el asalto de la turbamulta trumpista al Capitolio el 6 de enero de 2021.
El fenómeno allí es digno de estudio. Los estadounidenses se mudan en masa a Estados de la Unión cuya orientación política sea la suya propia. Está ocurriendo también en grandes ciudades, como Nueva York, Los Ángeles o San Francisco, donde la gente que no soporta la corrección política se traslada a otros lugares para vivir con más libertad. La mudanza se lleva también los negocios que, por la presión izquierdista, se instalan en Texas o Florida.
La guerra cultural está dando al traste con la primera potencia del mundo. Los canceladores se han adueñado de la política –sobre todo, con los movimientos Me Too y Black Lives Matter–, han generado una falsa cultura en manos de una élite hipócrita, sostienen un puritanismo insufrible y han destruido los valores del esfuerzo y la capacidad para sustituirlo por la sensibilidad. Por eso histriones como Trump tienen allí predicamento y Joe Biden es un parche al tsunami de la intolerancia «progre». No hay que olvidar que lo que ocurre en EE UU acaba integrándose aquí. También en España. Vivimos en la era de los traumas colectivos. Gente que se queja porque es LGBTIQ+ y no tiene un trato de favor, o porque es de otra raza o sexo y no logra una ayuda o privilegio social para resarcir «miles de años de opresión». Esto pasa por convertir nuestro día a día en un trauma insuperable que debe resolver el Estado. O por transformarlo en un negocio que compense la falta de talento o la dificultad para competir en igualdad de condiciones. Que de todo hay.