Álvaro Pombo regresa con una historia de culpas, vanidades y deseos.
«El exclaustrado» (Anagrama) despliega una trama alrededor de cuatro personajes que le dan bien a recapacitar sobre el pasado, el eco que tienen nuestras acciones, la figura de Dios y la de los hombres eruditos que deciden replegarse sobre sí mismos, renunciar a la vida por el estudio, y que, a pesar de sus conocimientos, son incapaces de sobrevolar sobre las procelosas mundanidades de las que están hechas las personas. «Soy un católico, pero no practicante. Más bien soy un desertor de la
Iglesia, aunque conozco a muchos sacerdotes inteligentes, pero la Iglesia, como institución, con todo mi respeto, me cansa -explica el novelista-. Hay que entender que soy un hombre solitario, independiente y que la Iglesia, como comunidad, me agobia. Es lo que le sucede al protagonista del libro, el exclaustrado. Considera que es bueno y alegre estar todos juntos... pero esa idea, como todas, se le va gastando. Quiere escribir un libro sobre la experiencia religiosa, pero se le difumina.
La experiencia religiosa no consiste en llegar a obispo. Por un lado, consiste en ver a Dios, que es imposible, y por otro, hacer una teopraxis, no teología. Lo que funciona es la teopraxis».
¿Teopraxis?
Para mí, no es tan importante tener una teoría de la caridad, sino ser caritativo con el prójimo. El proyecto de mi personaje es un error. Encerrarse a leer teología y pensar que eso es ser religioso, es una equivocación. Para mí, hay una parte que consiste no tanto en estudiar cosas, sino en hacer cosas. Se trata más de la acción caritativa.
Le gusta la acción.
Es erróneo creer que se descubre lo divino leyendo libros de teología. Se descubre bajando a la mina, como hacían los curas obreros, que se convertían en mineros... Existe una crítica breve y respetuosa de los teólogos frente a los hombres religiosos practicantes. Se puede vivir encerrado en uno mismo, a solas, «con pocos, pero doctos libros», que dice Quevedo. Pero esa es la figura de un erudito, no la de un filósofo, de un vitalista.
¿Qué hay de Juan Cabrera en usted?
Esa especie de retirada del mundo. No es que me haya retirado, tengo vida, pero es posible que en mí exista una tendencia al aislamiento, igual que este exclaustrado que aparece en mi libro. Eso va unido a una especie de soberbia, a entender que el mundo está desordenado, que la realidad es compleja y no saber por dónde cogerla. He llegado a pensar que solo hay dos opciones: o uno se va de militar a cualquiera de las guerras actuales o se mete uno en un piso. Me pregunto si es mejor estar en la pomada o en casa.
«El pasado es como un tumor maligno»Álvaro Pombo
¿Y eso?
Supongo que tiene que ver con la edad. He participado en muchas cosas, como en la política. Yo, en mi juventud fui muy crítico, tuve también cierta intolerancia, una especie de dogmatismo que me complicaba la vida.
¿Dogmatismo? ¿Hay mucho hoy?
Mi generación es más dogmática que las generaciones de los jóvenes actuales. Los jóvenes de hoy están más sometidos a más instancias y experiencias, y eso les enriquece. La gente de mi edad, estamos encerrados en nuestras convicciones y sin querer, nos dejamos atrapar por ellas. Creemos que tenemos razón y es muy complicado tener razón. Para tener una actitud elástica y comprensiva hay que ser más que erudito, hay que poseer cierta actitud, ser místico o bien creador, como un filósofo como Ortega, que inventaba teorías cada cinco minutos. Era fecundo ese hombre. Pero esas personas que se encierran y leen, y que consideran que pueden ser eruditos, pueden terminar encogiéndose mucho.
¿La ausencia de Dios se lee por todas partes?
A Heidegger le aterrorizaba la pérdida de Dios. Un mundo sin Dios era un mundo sin posible arreglo para él. Su filosofía es mitad teología. Ahí está la frase: «Solo un dios puede salvarnos». Son de las últimas frases que dijo. Sartre diría que es absurdo, pero él no creía en Dios. La religión es un arma de dos filos. Por lado, en el siglo XVI, dio pie a muchas guerras, pero, por otro lado, acerca muchas cosas que son nobles y que ayudan a hacer el bien. Se aproxima a virtudes, como la paciencia... No creo que Dios haya muerto, más bien creo que se ha difuminado entre las cosas.
«No sé santificar el pasado. Otros lo ven como algo glorioso, pero para mí no lo es»Álvaro Pombo
¿La forma de vida actual lo ha desterrado?
¿Se refiere al materialismo?
Por ejemplo.
Yo no llamaría materialista a las personas que trabajan de nueve de la mañana a ocho de la tarde y que tienen que sacar adelante a dos hijos. Ellos solo piensan en cómo pagar el alquiler y en cómo comen. Yo diría que hay mucha gente así, que es esforzada, que tiene una limpieza de alma y una dignidad que, a veces, no tienen los sabios. Es un momento complicado en lo político, pero las personas que hacen esas cosas, que son la mayoría, no es materialista. Yo no soy materialista. Puedo estar ser encerrado sobre mí mismo. En ese sentido soy individualista. Me cuestan las relaciones con los demás... Pero es cierto un aspecto al que parece aludir: Estamos en un mundo del sálvese quien pueda. Es muy poco colaborador. Aunque también hay que ser cuidadoso con ser colaborador porque puedes acabar en las comunas de Stalin (risas). Y te conviertes en un número.
¿El pasado es peligroso?
Yo diría que peligrosísimo. Es un territorio ignoto. Uno de mis personajes deja que el rencor le domine. El rencor por un asunto del pasado. Por otro lado, el pasado hace que te acuerdes de muchas cosas. ¿Vale la pena a la búsqueda del tiempo perdido? El asunto es que no vas a encontrar ese tiempo, pero, eso sí, puedes hacer una obra monumental, como Proust, que recompuso su época. A veces también sucede que volvemos sobre nuestros padres, amigos, y les damos vueltas. Yo lo hago. El pasado es la lejanía, también. Pero yo no sé santificar el pasado. Otros ven el pasado como algo glorioso, pero para mí no es glorioso. En todo caso es discutible.
«Sé que escribir es lento, es monótono, es difícil y nunca acabas haciéndolo bien»Álvaro Pombo
El rencor.
Hay personas que se dejan enmarañar por él. Es una pasión fuerte. Es una ranciedad, una cosa que se vuelve rancia con el tiempo y que aparece cuando menos te los esperas. Es como una piedra. Es como un tumor. El pasado puede ser como un tumor maligno. Como un cáncer de piel, que aparece muchos años después de tomar el sol en la playa... Algunos políticos lo están recuperando, pero acríticamente y eso no es bueno.
¿Qué le parece?
Existe cierta nostalgia de que no estamos organizados. Por ejemplo, en Alemania, puede haber una nostalgia del orden que hemos perdido. Una nostalgia de la inocencia perdida. Hubo un momento en que creíamos que íbamos a leer todos los libros y a entenderlos y que nosotros mismos íbamos a hacer libros increíbles. Hay cierta nostalgia de ese ímpetu. Pero yo desconfío del ímpetu. No soy reservón, pero sí sé que escribir es lento, es monótono, es difícil y nunca acabas haciéndolo bien del todo...
«Vivimos en el mundo del sálvese quien pueda»Álvaro Pombo
¿Se aprende de las equivocaciones?
Sí se aprende de ellas. Yo he cometido muchas equivocaciones. No sé si he aprendido de ellas, pero han aportado a mi carácter cierta inseguridad y también elasticidad, porque me confundí en muchas ocasiones y a veces no lo hice bien del todo. Yo a veces digo que mi mejor época es ahora. Claro, me responden que, si estoy chalado, porque estoy la mitad del tiempo en una silla de ruedas y tengo 85 años, pero lo que quiero decir es que es mi época más elástica y comprensiva, porque fui muy exagerado de joven, muy creído, a lo mejor, incluso.
«Está de moda ser un inmoral, mola más que tener una conciencia moral».
La amoralidad ha ganado. La gente cree que ser moral es ser un carca. Pero hay que ser moral. Suceden a diario cosas tremendas: desfalcos, robos... Es inmoral apropiarte del dinero ajeno. Una cosa que da el dinero y el poder es una seguridad absurda, de integridad, que no nos dan las novelas y escribir en los diarios, eso sí. ¿Verdad? (Risas).
«Toda la política se ha acabado convirtiendo en PP o PSOE»Álvaro Pombo
¿Qué observa a su alrededor?
No sé. Yo creo que antes éramos más libres, en mi generación, cuando éramos jóvenes. Mi generación era más libre que la de ahora, que está más preocupada por la familia, el trabajo... Toda la política se ha acabado convirtiendo en PP o PSOE. Yo ahora soy más conservador que socialista, aunque apoyé a González y Guerra. Uno se desencanta de las cosas, como el personaje de mi obra. A mí lo que me gustaría es mezclar a Feijóo y Sánchez. Me gustaría un gobierno de coalición, con pocas discusiones políticas, con una acción benéfica y ganas de construir cosas.
¿Una obra en cierta manera es una memoria biográfica?
Yo creo que sí, toda obra es biográfica. Leyendo las obras de un autor se puede imaginar cómo era su vida, sus pasiones, sus debilidades, sus defectos, la calidad de su esfuerzo literario, porque los autores son raros muchas veces. Se puede deducir cómo eran. Me gustaría que mis lectores no me recordasen a mí, sino lo que han leído en mis libros, al igual que yo recuerdo los libros que he leído. También que recordasen por mi sentido del humor. Me gustaría que se rieran con mis obras.
«El exclaustrado», de Álvaro Pombo ★★★★
El hábito no hace al monje
El novelista teje una brillante historia alrededor de la culpa y los principios morales
Por Jesús Ferrer
La trayectoria narrativa de Álvaro Pombo (Santander, 1939) es, desde hace muchos años, la de un incontestable clásico literario. Emblemáticas novelas como, entre otras, «El héroe de las mansardas de Mansard», «El metro de platino iridiado», «Una ventana al norte», «Contra natura» o la reciente «Santander 1939» conforman un escritura marcada por acuciantes dilemas éticos, penetrantes prospecciones psicológicas, la soberbia descripción de ambientes sociales, un fascinante ritmo argumental, y un perspicaz conocimiento de la condición humana. Todo ello se da en «El exclaustrado», una historia de dudosas confusiones y extraños equívocos que llevarán a imprevisibles consecuencias.
El protagonista, Juan Cabrera, en la setentena de su edad, vive solo y retirado en su pequeño piso de un barrio madrileño. Había profesado como monje en un convento y, algo desengañado de su fe, se había exclaustrado a causa de haber denunciado a tres novicios a los que sorprendió jugando al fútbol desnudos; fueron expulsados de la orden y, con los años, tendrá oportunidad de reunirse con uno de ellos.
A partir de aquí, reviviendo aquellos momentos, reflexionando sobre la idoneidad de esa acusación, obsesionado por una vaga idea de culpa, y revisando sus principios morales, Juan experimentará un replanteamiento de la propia conciencia una profunda catarsis íntima. Un medido ensayismo recorre estas páginas: «El precio de sobrevivir es la ambigüedad, una cierta lasitud subjetiva, un dejarse ir. (...) Cabrera ha ampliado y ajustado sus creencias, pero sigue siendo un creyente y no un descreído».
A la sombra de filósofos como Sartre y Xavier Zubiri se desarrolla aquí una suerte de suspense espiritual, que debe mucho también a las vicisitudes morales de aquella «alma rusa», con Dostoievski y Tolstoi al fondo. No escapa al lector atento cierta ironía en algunos planteamientos teóricos, dotando al texto de una intencionada levedad expresiva. Escrúpulos de conciencia y renovadas expectativas vitales conforman la urdimbre de esta excelente novela, basada en los sentimientos de culpa, castigo y redención.
Lo mejor: La sensibilidad con la que se aborda el cambio de las mentalidades éticas.
Lo peor: Nada objetable en esta novela, de clásico estilo e inteligente conformación