Bolaño y su infinito cajón de inéditos
La obra póstuma del escritor chileno no deja de crecer en paralelo a su leyenda y a la acogida comercial de todo cuanto se edita con su firma, a pesar de que buena parte del material, que aparece como un goteo incesante y que mantiene conexiones con el resto de su obra, no pasará a formar parte del corpus central de su producción
La obra póstuma del escritor chileno no deja de crecer en paralelo a su leyenda y a la acogida comercial de todo cuanto se edita con su firma, a pesar de que buena parte del material, que aparece como un goteo incesante y que mantiene conexiones con el resto de su obra, no pasará a formar parte del corpus central de su producción.
Pasarán los años, pasarán los libros, pasará la historia de la literatura y la discusión sobre si la obra de un escritor ha de cernirse exclusivamente a lo que ha publicado en vida o a lo que ha escrito (haya sido publicado mientras vivía o de manera póstuma, y sin el obvio y expreso consentimiento del escritor) seguirá, si los lectores aún siguen existiendo, en pie. Hay muchísimos casos de libros póstumos en la historia de la literatura. Desde Franz Kafka (fue gracias a Max Brod, que desoyó la sugerencia de su amigo de publicar sus textos una vez muerto, que pudo leerse una obra que cambió el curso de la literatura del siglo XX) hasta Francis Scott Fitzgerald, cuya novela inacabada «El último magnate» y las crónicas de «El Crack-Up» se editaron póstumamente y permitieron leer su producción, y su existencia, de otro modo. También, entre otros, es conocido el caso de Ernest Hemingway (algunas de sus novelas, como «Islas en el golfo», o los recuerdos juveniles de «París era una fiesta», que terminaron siendo centrales en el corpus de su propia obra, fueron publicados de manera póstuma); el de Jorge Luis Borges (sus libros «El tamaño de mi esperanza» y «El idioma de los argentinos», que el autor había excluido de su obra, se reeditaron casi diez años después de su muerte); y, desde hace ya un tiempo, el caso de Roberto Bolaño, cuya obra póstuma, incesante, según parece, no deja de crecer.
Novelas, cuentos, «nouvelles», ensayos, poesía, esbozos de relatos. Es mucho, quizás demasiado, lo que se ha publicado del escritor chileno desde su muerte en Barcelona en julio de 2003. En total, si se incluye el texto «Diario de bar», que apareció en la reedición de «Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce» (que escribió a cuatro manos junto a Antoni García Porta», diez libros. Diez libros de variada factura y extensión que, desde «2666» (la monumental e impresionante novela que Bolaño corrigió hasta pocos días antes de morir y que apareció en noviembre de ese año) hasta el reciente «Sepulcros de vaqueros», que Alfaguara acaba de lanzar al mercado, poco a poco han ido engrosando una obra que resulta cada vez más atractiva para el público (no solo para los lectores en español, sino también para los de en otras lenguas, especialmente tras la excelente acogida que «2666» tuvo en Estados Unidos en 2009, donde recibió el National Book Critics Circle Award), pero, también, han fagocitado la construcción de un mito: el mito Bolaño, un escritor que apostó todo por la literatura (y por la vida) y al que la muerte sorprendió joven, joven y escribiendo frenéticamente, a los cincuenta años.
En cualquier caso, más allá de la verdad sobre la que se ha construido dicho mito (una verdad que, si solo se cree en ella, puede resultar dañina, tanto para la obra como para la biografía del escritor), lo cierto es que, salvo la novela «2666», los cuentos de «El gaucho insufrible», algunos textos de «Entre paréntesis» y su poesía completa agrupada en «La Universidad Desconocida», es poco lo que el resto de libros póstumos ha aportado con respecto a lo que, en la trayectoria de Bolaño, ocupa un lugar central.
De hecho, ninguno de ellos (desde «Los sinsabores del verdadero policía» hasta «El Tercer Reich», desde «El espíritu de la ciencia-ficción» hasta «Sepulcros de vaqueros») ha alcanzado, de momento, un lugar privilegiado dentro del corpus de Bolaño, como sí lo hicieron, en cambio, «Los detectives salvajes», «Estrella distante», «Llamadas telefónicas» o incluso «2666», aunque, eso sí: han podido arrojar, quizá, un poco más de luz (una luz que que, sin embargo, no es nueva) sobre cierta zona que Bolaño exploró con mayor profundidad en sus libros y, especialmente, durante sus últimos años de vida: ese «oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento», un verso que Bolaño tomó prestado del poema «El viaje» de Baudelarie, que puso como epígrafe de «2666» y que, según sus propias palabras, indican una sola cosa: que «sólo existen oasis de horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror».
Sea como fuere, «Sepulcros de vaqueros», el nuevo inédito de Bolaño, reúne tres relatos que, tal como señala Juan Antonio Masoliver Ródenas en el prólogo, pertenecen a su última etapa, un período que va desde 1993 hasta los primeros años del presente siglo y que se corresponden con la escritura de sus grandes obras de poesía y de narrativa: los poemas de «Los perros románticos» y «Tres», los cuentos de «Llamadas telefónicas» y «Putas asesinas» y las novelas «Estrella distante», «Nocturno en Chile», «Los detectives salvajes» y «2666».
Generación sin destino
Narrados en primera persona por un joven latinoamericano que, más que un poeta, parece un detective salvaje, los tres relatos que componen «Sepulcros de vaqueros» («Patria», «Sepulcros de vaqueros», que da título al libro, y «Comedia de horror en Francia») se sitúan en un espacio geográfico que va de Santiago de Chile a México D.F. y de allí a un enclave caribeño en uno de los pulmones del trópico. Escritos en el mismo tono envolvente, ágil, claro pero no «legible», de Bolaño, por allí también aparecen los temas que han recorrido buena parte de su obra: las revoluciones latinoamericanas, el destino perdido de una generación que creció entre las balas y los ideales, la locura del poder y la vanidad literaria, la presencia constante del Mal, el amor y la muerte, el exilio, la poesía, el canon y la importancia del valor, la memoria y el olvido.
Más allá de que en el primer relato el narrador se llame Rigoberto Belano (otro homenaje de Bolaño, como el nombre de Remo Morán en «La pista de hielo», al argentino Roberto Arlt), en el segundo Arturo Belano (como su emblemático detective salvaje) y en el tercero Diodoro Pilon (un homenaje, quizá, a Faulkner), la verdad es que, en conjunto, «Sepulcros de vaqueros» mantiene una relación directa con el resto de su obra y su universo de ficción, aunque no sean más que destellos de una estrella distante cuyo centro ya fue bastante explorado.
Así y todo, la aparición de un nuevo inédito de Bolaño, «un clásico del siglo XX», como lo llamó Jorge Herralde, su editor de casi toda la vida, siempre resulta atractivo más allá de la polémica o del acierto de publicarlo o no, dado que permite leer una obra abierta pero, al mismo tiempo, como apuntó Dunia Gras en «Bolaño y la obra total», una producción fractal que, más que una continuidad, revela una unidad de temas y de recursos que aparecen en todos sus libros, como el uso de la biografía, la poesía, el canon o la relación entre la vida y la literatura. Temas y recursos que Bolaño, por otra parte, fue descubriendo y usando a medida que escribía su obra, desde la temprana «Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce», «Monsieur Pain», «Estrella distante» y «Los detectives salvajes» hasta llegar a «2666», donde ese centro, ese oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento, aparece en todo su esplendor mientras sus personajes y sus héroes se encaminan hacia los basurales del vacío.
Así lo expresa al menos Bolaño en un audio que circula en YouTube y que fue grabado durante la presentación inglesa de «Nocturno de Chile» en el Instituto Cervantes de Londres en marzo de 2003, cuatro meses antes de morir. En el audio, hace referencia al verso de Baudelaire y al poema en el que está incluido el verso y señala que «vivimos en un desierto de aburrimiento, en un desierto infinito de aburrimiento, que comienza con nuestro nacimiento y acaba con nuestra muerte, pero en el cual hay un oasis en el que se producen los actos más inhumanos, más bestiales, más repulsivos para cualquier tipo de épica», actos «que a la vez nos conceden un instante de soberanía total» y «nos arranca del aburrimiento».
El horror, el mal
Algo similar a lo que también planteaba en «Literatura + enfermedad = enfermedad», un texto de «El gaucho insufrible» y en el que se refiere al verso de Baudelaire pero unido, esta vez, a su propia vida, a la enfermedad y a la escritura como un gesto de valor, como un acto de valentía para salir del horror y el aburrimiento. «El viajero de Baudelaire –escribe Bolaño– tiene la cabeza incendiada y el corazón repleto de rabia y amargura, es decir, probablemente se trata de un viajero radical y moderno, aunque por supuesto es alguien que razonablemente quiere salvarse, que quiere ver, pero que también quiere salvarse. El viaje, todo el poema, es como un barco o una tumultuosa caravana que se dirige hacia el abismo, pero el viajero, lo intuimos en su asco, en su desesperación y en su desprecio, quiere salvarse. Lo que finalmente encuentra, como Ulises, como el tipo que viaja en una camillla y confunde el cielo raso con el abismo, es su propia imagen». Y con ese verso, afirma Bolaño, la verdad es que ya tenemos suficiente. En medio de un desierto de horror, un oasis de aburrimiento. «No hay diagnóstico más lúcido para expresar la enfermedad del hombre moderno. Para salir del aburrimiento –concluye Bolaño–, para escapar del punto muerto, lo único que tenemos a mano, y no tan a mano, también en esto hay que esforzarse, es el horror, es decir, el mal».