Camarón: ¿Quién puede suceder a un genio?
El cantaor es un farol y una guía para las nuevas generaciones del flamenco, pero también un nombre que pesa como una losa sobre aquellos que aspiran a continuar sus pasos. La individualidad que mostró en el escenario, su libertad musical, una voz de raíz portentosa y un talento innato para renovar el género le han convertido en una leyenda y en un mito muy difícil de superar
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El cantaor es un farol y una guía para las nuevas generaciones del flamenco, pero también un nombre que pesa como una losa sobre aquellos que aspiran a continuar sus pasos. La individualidad que mostró en el escenario, su libertad musical, una voz de raíz portentosa y un talento innato para renovar el género le han convertido en una leyenda y en un mito muy difícil de superar.
En cualquier medio profesional, siempre es difícil desarrollar una carrera cuando acaban de desaparecer sus puntales principales. El mundo del arte no es una excepción a esa regla: para el artista nuevo, la comparación con los gigantes que te acaban de preceder puede llegar a ser paralizante, sobre todo si estos han desaparecido bruscamente después de hacer Historia. La memoria del talento marca incluso la percepción y la atención con que el público se enfrentará a los creadores subsiguientes. Si, además, gran parte de aquellos puntales fallecieron de una manera prematura, habiendo entregado en muy poco tiempo obras eternas y míticas, la posibilidad del bache a continuación se agranda todavía mucho más. El mundo del flamenco ha perdido artistas importantísimos en el último cuarto de siglo. En la nómina figuran los nombres de maestros ancianos (como Agujetas o Juan Habichuela), cuya desaparición biológica, por edad, entraría en el orden natural de las cosas. Pero junto a ellos aparecen mezclados también varios nombres, mucho más jóvenes, cuyas muertes pueden calificarse (atendiendo a la esperanza de vida de un español medio hoy en día) como prematura. En dos décadas y media, el flamenco se ha quedado de golpe sin maestros precoces que se encontraban todavía en una madurez prometedora.
Desconcertados
En un cuarto de siglo hemos tenido que leer, de un manera espaciada pero inexorable, las necrológicas de Camarón, Paco de Lucía, Enrique Morente o José Menese. ¿Hay medio profesional o artístico que pueda resistir una cosecha de guadaña como esa? El mundo flamenco, entre la crisis de la industria musical y las desapariciones inesperadas de figuras significativas, anda huérfano, desconcertado, tanteándose las costillas para averiguar su exacto peso específico en estos momentos.
Un factor importante para entender ese diluvio de creatividad que hace tan pocos años nos cayó encima es analizar el tiempo histórico en que se dio. ¿Cómo enfocar, por ejemplo, una carrera en el flamenco cuando llegas a ese mundo poco después de la muerte de un mito como Camarón? Camarón era una cantera tan inagotable de contenidos estéticos que cualquiera que aspire a sucederlo se queda sin aliento solo de pensar la versatilidad y libertad que debe de mostrar ya de entrada para competir con su recuerdo. Se necesitan un timbre de gran individualidad y una técnica fuera de lo común tan solo para provocar la idea de que, con desarrollo, algún día, el próximo recién llegado podría alcanzar los niveles de tradición e innovación del maestro. Pese a su introversión, a su timidez, a su sensibilidad huidiza, todo lo que se ha ido sabiendo del gaditano después de su muerte lo único que ha hecho ha sido agrandar su leyenda hasta la dimensión de artista absoluto. Y es que José Monje «Camarón» cantaba como pocos pero también tocaba la guitarra y las escasas veces en que las circunstancias permitieron al público verle hacer las dos cosas a la vez (en una ocasión para distraer la atención y calmar una pelea gitana entre el público en Barcelona y otra para disculparse de una leve afonía en el teatro Romano de Mérida), los que lo presenciaron dicen que era digno de verse, como si se hubieran topado con el Bob Dylan del flamenco.
No en vano le tocó vivir una época mucho más experimental y de desarrollo que la que les tocó en suerte a Manolo Caracol y Antonio Mairena, sus inmediatos predecesores. Caracol fue el Pavarotti del flamenco. Tenía su propio tablao (Los Canasteros) y estaba en lo más alto cuando Camarón tenía doce años. Era el defensor de la ortodoxia, una ortodoxia formal, brillante y técnica la suya, aunque a veces la tradición en flamenco dé la sensación como si viniera asentada más en superstición que en otra cosa. Es proverbial la afirmación que hizo Manolo Caracol sobre que un rubio no puede ser nunca un buen cantaor. El de la Isla parece como si hubiera venido al mundo precisamente en aquella época de cambio para romper esas supersticiones y muchos otros moldes. En pocos años, cuando lo oyó progresar y cantar, cuentan que Caracol volcó una mesa de la emoción al oír interpretar al de la Isla los fandangos de El Gloria. Supo que su cetro había sido ya disputado.
Sutiles innovaciones
Camarón de la Isla, intuitivo como pocos, vivió además en la época en que cerca suyo crecía y progresaba muy rápido el rock. Se interesó por él, pero no jugó a las frivolidades. Primero, se pasó diez años grabando con Paco de Lucía discos de flamenco ortodoxo con pequeñas, sutilísimas innovaciones (escúchese «Canastera»). Y solo después de esa tarea, cuando resultaba muy difícil discutirle su autoridad en la ortodoxia, se permitió romper todas la reglas y grabar, en 1979, «La leyenda del tiempo», colaborando con nombres de rock externos al flamenco como Carles Benavent o Kiko Veneno. Usó además instrumentos eléctricos, a la vez que acogía bajo sus alas a heterodoxos del flamenco como los hermanos Amador. Para hacernos una idea cabal de lo que significaba «La leyenda del tiempo» en 1979, baste explicarlo con una simple analogía: imagínense sencillamente que mañana Miguel Poveda se pasa todo el año que viene haciendo giras de disc-jockey con dos platos, un ordenador y una gorra de visera hacia atrás. ¿Impactante imagen, no? Pues de una manera parecida empezaron los ochenta. No es extraño entonces que, por ese camino, pocos años después en París, en 1988, en el Cirque d’Hiver, le bastaran a Camarón solo cuarenta minutos para dejar a toda la crítica francesa conmocionada.
Desde la fragua de la gaditana Isla de San Fernando, sigue soplando hacia Jerez y Chiclana una brisa lejana que recuerda aquel vendaval que trajo un diluvio de creatividad y profundidad artística al flamenco. No cabe duda de que esa segunda mitad del veinte quedará en la Historia del flamenco como una época dorada, de renacimiento, expansión y renovación. Pero, mientras tanto, ¿qué hacemos ahora con la orfandad y el desconcierto?
Quizá conservar la calma y no perder la confianza en las capacidades lentas pero seguras de regeneración del flamenco. Puede que no haya que esperar un Miguel Poveda que se pase diez años calcando la ortodoxia con Tomatito o Vicente Amigo para luego, con gorra de rapero, cantar sobre bases electrónicas de Krafwerk en el próximo Sónar, sino darnos cuenta de que lo que sustentó toda la explosión creativa del flamenco a final de siglo fue la labor previa, diáfana y armónica, de un Manolo Caracol y un Antonio Mairena. Quizá sea ese el camino para los Cigala, Potito, Paquete y Bicho. En lugar de deslumbrarnos con hazañas exploradoras, recordar que todo eso se cimentó primero en una limpieza diamantina de la tradición hecha por grandes maestros. Los mimbres que se dan en estos momentos acompañan para esa tarea: desde la reivindicación del legado de Juanito Valderrama, al respeto a la técnica que muestran las nuevas generaciones. Ahí siguen, al fin y al cabo, las sagas de los Sordera y los Habichuela. Y se mezclan con esos nombres clásicos los Mayte Martín, los Duquende, o cantaores vascos como Maizenita.
La tierra, aunque parezca arrasada, nunca es más fértil que tras el diluvio, cuando, empapada, se retiran de ella las aguas.