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Carmen Mola abre el tabú de la esclavitud de los españoles en Cuba

Su nuevo trabajo, «El infierno», aborda el régimen esclavista en los ingenios azucareros de Cuba, un sistema en el que cayeron africanos, chinos y, también, españoles

Comparten el mismo nombre, pero en realidad son tres: Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero. El primero siente preferencia por los apuntes de recreación histórica; el segundo, por los aspectos más desalmados que rodean los asesinatos y el tercero, por los pasajes más románticos, esos que acaban por delinear y esbozar los personajes. O, al menos, eso es lo que cuentan ellos. Carmen Mola ha vuelto y lo ha hecho con «El infierno» (Planeta), una novela que discurre entre la España de Isabel II y la Cuba colonial, que contiene todas las señas propias de su identidad (misterio, ritos escalofriantes y una trama amorosa) y trae consigo el aliciente de sacar a la luz uno de los episodios más oscuros de nuestro pasado: el régimen esclavista que pervivió en los ingenios que prosperaron en la isla de Cuba.

Estas explotaciones, dedicadas al cultivo de la caña de azúcar, empleaban, sobre todo, mano de obra procedente de África y de China. «Esta es una historia violenta por dos razones. La primera, porque el siglo XIX fue muy violento. Segundo, porque la esclavitud es violenta y esta existía en La Habana, donde aún regía España, que tiene el oprobio de ser el penúltimo país en abolir la esclavitud», comenta Agustín. Él mismo sostiene que «es más fácil ser violento en una época donde prevalece la impunidad. Y todavía más con un esclavo que está desprovisto de derechos». El propio Agustín aclara que «en el siglo XIX, los ingleses y americanos estaban impidiendo que llegaran naves con esclavos procedentes de África a las costas americanas».

Por ese motivo, los esclavistas recurrieron a los colonos asalariados. «A muchos chinos se les trajo engañados bajo un régimen que llamaban “colono asalariado”. Consistía en que estas personas venían, en un principio, con un contrato, pero después, al llegar a Cuba, se les imponían unas deudas enormes. Se les decía que el viaje costaba tanto, la manutención esto otro y así los retenían años y años trabajando en los ingenios sin ser libres nunca, teóricamente a cambio de un sueldo, pero a cambio de un sueldo que nunca conseguía saldar la deuda», explica Jorge Díaz. Durante la investigación, los escritores dieron con un dato inesperado. Y es que este método también se aplicaba a los españoles. «Se hizo en el norte de España. Se traía a gallegos y a asturianos. Esto se hacía porque ya no se conseguía mano de obra africana. La violencia que se ejerció contra ellos fue igual que la que se ejercía contra los africanos», dice Agustín Martínez.

Antonio Mercero hace una alusión al presente y asegura «que esto mismo sucede hoy con mujeres de África o Sudamérica. Vienen con contratos que no son verdaderos y las esclavizan para pagar las deudas. Cuando escribes una novela histórica, te das cuenta de que muchas de las cosas que describes existen todavía. La trata de personas es uno de los grandes males del mundo occidental, que somos los que la alimentamos. Cuba se fundó sobre un sistema de esclavitud y se enriqueció gracias a él».

Aire revolucionario

Antonio apostilla: «El sistema de esclavitud actual es más sutil, pero sigue existiendo. Solo hay que pensar en las fábricas de la India, donde la gente trabaja para llenar las tiendas de ropa o que elaboran productos para que nosotros podamos consumirlos. Es otro sistema de esclavitud, más cómodo porque no lo tenemos delante y tampoco lo estamos viendo. Nosotros jugamos con derechos que otras personas no tienen».

Jorge Díaz confirma que «muchas fortunas españolas estaban basadas en la esclavitud. La propia Isabel II tenía intereses en ella. Tanto en Málaga, en Cataluña como en Cantabria había individuos interesados en que siguiera». Y continúa: «En 1812, muchos diputados que fueron a las Cortes para aprobar la Constitución, acudieron con sus esclavos. En España ha habido una relación con la esclavitud».

Los Carmen Mola pasean por la plaza de la catedral de La Habana, un espacio cerrado por las fachadas de varios palacios y donde se ha dedicado una escultura a Antonio Gades. En este lugar, y en las calles aledañas, como la de O’Reilly, o en el edificio de la casa de Capitanes Generales, en el centro de la ciudad vieja, discurren algunas de las escenas imaginadas de la novela. Por aquí pasea Leonor, una suripanta que ha triunfado en la escena teatral madrileña, y Mauro, un hombre con convicciones que desea un cambio, aunque sea por las armas. Los dos tendrán que abandonar nuestro país y huir a Cuba, donde descubrirán «el infierno» de los ingenios. «España y Cuba son lugares convulsos. Se dan numerosas revoluciones. En España la gente estaba harta de Isabel II y de los escándalos financieros», asegura Jorge Díaz. De hecho, Mauro encarna el aire revolucionario de ese periodo. «La diferencia es que hoy la revolución es feminista y es pacífica. La otra revolución es la tecnológica. Con esa, igual acaba habiendo suicidios... o alguien coge las armas cuando nos quedemos sin trabajo por la Inteligencia Artificial», afirma Antonio Mercero.