Anita Ekberg, la otra muerte de Fellini
La protagonista de «La dolce vita» falleció ayer a los 83 años en Roma. El icono sensual de los sesenta, que se bañó con lascivia en la Fontana di Trevi, terminó sus días sola y recluida
Se ha muerto el cuerpo de Europa raptada por el lascivo minotauro picassiano: Anita Ekberg. Sus pechos fueron patrimonio de la Italia de las «maggiorate» y del mundo entero. No hubo otros dos como ellos, tan pimpantes y desmesurados como de una inmensa locuacidad carnal, lo que hizo que Fellini, constructor e inventor de la estrella sueca, la bañara en la Fontana di Trevi como una nueva Venus de Botticelli pasada por Rubens y la colocara en una enorme valla publicitaria con un gran vaso de leche derramándose como la diosa Ceres sobre la Italia del subdesarrollo. «La dolce vita» (1960) y el sketch de «Bocaccio 70» (1962) la convirtieron en la estrella más grande y omnipotente que dio Europa al mundo del cine. Ni siquiera Jayne Mansfield en la inconmensurabilidad de sus vertiginosas curvas le hizo sombra al mito sexual de la Ekberg.
Ésa fue su belleza, rubia y carcajeante, la de la mujer sueca que se sentía poderosa y dueña de sí misma, capaz de albergar en sus senos generosos el deseo de millones de empobrecidos sureños, cuando Suecia iniciaba el despegue imparable hacia su consolidación como cuna del erotismo libertino y la socialdemocracia, que instauró un Estado del Bienestar que Anita Ekberg representaba con sus feraces formas de matrona romana como ninguna otra sueca lo hizo jamás. Piénsese en Greta Garbo, tan enclenque y sublime, producto de la depauperada Suecia de comienzos de siglo. En Ingrid Bergman, tan deseable como atemorizada e insegura. En Elke Sommer, radiante como una turista en un corto verano con bikini de topos amarillo de los años 60 hispanos, como ese último verano de Ingmar Bergman y sus actrices problemáticas: Harriet Andersson, Bibi Andersson y Liv Ullmann.
Para quienes amaron a Anita Ekberg, pensar en su muerte es como si, inopinadamente, el tiempo volviera sobre sus pasos como una apisonadora que todo lo destruye y aniquila y dejara a su paso un rastro amargo de nostalgia que se concentra en la escena nocturna en la Fontana di Trevi, en la ducha helada bajo los chorros de la fuente en donde se bañaba como si estuviera acostumbrada al frío del invierno polar, mientras el pobre Marcello Mastroianni, nuestro sosias más próximo, se helaba de frío y apenas era capaz de estrecharla entre su brazos congelados y besarla como quien besara un sueño. Con Anita Ekberg se ha ido la infancia, la juventud y el recuerdo de todas esas estanqueras de Fellini que compusieron de forma larvada el erotismo de nuestras pubertad cinematográfica. Sin ella, sin Anita, nada puede volver a tener la fosforescencia de lo saludable, del erotismo a flor de piel, del imposible encuentro imaginario entre todos nosotros y ella sola, riéndose a carcajadas de nuestra insignificancia en la escena del EUR de «Bocaccio 70».
Cuando se muere una gran actriz del cine, la gente se pone sensible y lamenta la irremediable pérdida para el arte y la escena. Un lamento que parece abarcar el mundo cultural y la sensibilidad más profunda del ser humano. Pero ¿qué pasa cuando desaparece el cuerpo estelar que hizo que millones de personas se alegraran con él, de él, por él, y formara parte indisoluble de su educación sentimental, moral y religiosa por haber representado el primer chispazo sexual en unos cuerpos aún atrapados en la pinza de la culpa? También ésa es una tragedia, pero una tragedia pop. Porque Anita Ekberg fue Miss Suecia en 1950 y estuvo a punto de ser Miss Universo, dimensión que solamente ella era capaz de concentrar en su alucinante mismidad. ¿Quién lo entendió apenas verla? ¡Howard Hughes! El mismo que le extendió uno de esos ininteligibles contratos en el que se traslucía que además de para toda la vida iba incluido un contrato matrimonial y una remota posibilidad de trabajar en el cine de Hollywood. No, Anita Ekberg no estaba hecha para casarse con un loco por los pechos enormes, los paracaídas y los sujetadores para proyectar las grandes ubres de Jane Russell. Y menos para esconderla de sus admiradores, enterrada en vida como los tesoros que se ocultan al final de «En busca del arca perdida». Ella era para el mundo la carne y el pecado más ingenuo: la admiración y el deseo. Ese que perdonó Giuletta Masina porque, ante una enormidad femenina como Anita Ekberg, un mito que se da una vez en siglos, ¿qué esposa podría prohibir una bagatela como esa teniendo al hombre y al director atado por un contrato matrimonial de por vida? Anita pertenecía al mundo y a sus pompas, hoy tan fúnebres. El cine sólo fue el medio, la excusa para poder gozar de ella, aunque fuera vicariamente, de su exuberancia tan pródiga de sí, con otros que a buen seguro nunca la merecieron, pues es angustioso saber que la naturaleza la había dotado de un cuerpo tan majestuoso como el de la hetaira Friné –en la que se inspiró Praxíteles para su estatua de Afrodita–, y los hombres, tan obsesos y posesivos, la condenaban al disfrute privado.
Excelencia inigualable
Un cuerpo como el de Anita Ekberg, tan generoso de sí, era para que lo compartiera el universo entero, ya fuera a través del cine, medio de masas para el disfrute erótico imaginario, como de las revistas sensacionalistas, que no había semana que no nos la presentaran en esas modernas bacanales interminables que fueron los días locos de la «dolce vita» romana. Dicen que fue una de las 100 estrellas más sexys del cine, cuando, en realidad nadie la ha podido superar ni en perímetro torácico ni en su inconmensurable cintura, caderas, ni en la amplitud de sus posaderas. Es cierto que, «maggiorate» las hubo divinizables, como Gina Lollobrigida, Sophia Loren y la estanquera de «Amarcord» (1973), parodia de la misma Anita, pero ninguna de ellas rindió tributo exclusivamente a su físico como Anita Ekberg, olvidando lo olvidable, el mejor cine, ya que ella tenía tanto que ofrecer al mundo que no era cuestión de esmerarse en una excelencia que nada añadía a sus esplendorosas, sexys, admirables y exuberantes redondeces físicas. Ella fue tan física como un protón. El resto se resume en una carrera de cine cuya etapa de esplendor fue «Cómicos en París» (1955), de Frank Tashlin; «Loco por Anita» (1956), con Jerry Lewis y Dean Martin; «La dolce vita» (1960), en donde se interpretaba a sí misma y a Ava Gardner en su etapa más loca, y «Bocaccio 70» (1962), de Fellini, famosa por la escena del reprimido sexual que la ve cada noche en la valla publicitaria excitándolo hasta el punto de querer prohibirla. Ha muerto recluida en una residencia romana donde vivía sola y triste desde finales del siglo XX.