«Café Society»: Nostalgia embalsamada
Dirección y guión: Woody Allen. Intérpretes: Jesse Eisenberg, Kristen Stewart, Steve Carell, BlaKe Lively. EE UU, 2016, Duración: 96 minutos. Comedia dramática.
En uno de sus «Ensayos de juventud», publicado en el impagable «Sin plumas», Woody Allen habla de uno de sus temas favoritos, la vejez como antesala de la muerte. «Si pasas de los ochenta», escribe, «no hay nada tan bueno para mantenerse en forma como bajar la calle arrastrando los pies con una bolsa de papel marrón y murmurar: El Kaiser me robará el string. Recordadlo, todo es relativo...o debiera serlo. Si no lo es, tendremos que empezar de nuevo». Woody Allen ya pasa de los ochenta, y su trabajo más reciente en parte corrobora, en parte contradice, su vaticinio cómico. Cierto es que algunas de sus últimas películas –entre las que se encuentra, me temo, esta que se estrena hoy, «Café Society»– están rodadas con el ánimo en las pantuflas, con bata de lana y voz queda. Cierto es que se niega a empezar de nuevo, como si, en este caso, la nostalgia fuera el antídoto contra la abierta antipatía, la principal novedad de la etapa crepuscular de su filmografía, que alimenta títulos como «Match Point», «Blue Jasmine» o «Irrational Man». Woody Allen no puede evitar que esa hostilidad se filtre en secuencias dispersas de «Café Society» –el encuentro de Jesse Eisenberg con una prostituta, por ejemplo– pero, en general, el resultado resulta a todas luces insípido, mecánico e irrelevante.
En la mayoría de películas nostálgicas de Allen –pensamos en «Días de radio», «Zelig», «La rosa púrpura del Cairo» o «Midnight in Paris»– la invocación del pasado, adornada con múltiples referencias al cine clásico, tiene mucho que ver con un acto mágico o fantasmal. La presunta magia que destila «Café Society» está marcada a fuego por la preciosista fotografía de Vittorio Storaro, que potencia colores y sombras con la calidad casi irreal de la imagen digital.
A veces nos da la sensación de que incluso esa belleza formal embalsama a los personajes, los petrifica, como si fuera imposible que estuvieran vivos al margen de un guión que se limita a revisitar esos triángulos amorosos tan caros al cine de Allen sin que su mirada parezca demasiado interesada en retratar su dinámica con la energía que tuvo antaño. El telón de fondo –que en esta ocasión es el Hollywood de los años treinta, los clubes neoyorquinos de la era gangsteril– es eso, un ciclorama de cuyo espíritu difícilmente se impregnan sus actores, con la excepción de una inspirada Kristen Stewart, nada presa de sus tics, que le imprime una frescura, una naturalidad a su interpretación de la que carece el habitualmente rígido Jesse Eisenberg.