Guillermo del Toro: Un regreso por la puerta grande
El mexicano trae a la Mostra de Venezia «The Shape of Water», su mejor película desde el «Laberinto del fauno», una fábula de «amour fou» que lanza un mensaje contra la intolerancia que nos rodea, en la jornada en que Paul Schrader presentó su pesimista «First Reformed»
El mexicano trae a la Mostra de Venezia «The Shape of Water», su mejor película desde el «Laberinto del fauno», una fábula de «amour fou» que lanza un mensaje contra la intolerancia que nos rodea, en la jornada en que Paul Schrader presentó su pesimista «First Reformed».
Que la imagen fundacional de «The Shape of Water» o, traducida, «La forma del agua» –esa simétrica, preciosa coreografía submarina de «La mujer y el monstruo» de Jack Arnold– le sirva al mexicano Guillermo del Toro para hablar del amor como antídoto de esa intolerancia que nos amenaza, es uno de los más brillantes hallazgos de su mejor película desde «El laberinto del fauno». Cierto es que su romanticismo puede resultar algo empalagoso, y que sus subrayados ideológicos pueden parecer ingenuos, pero el filme, que cuenta la historia de «amour fou» entre «una princesa sin voz» y un anfibio homínido, reivindica para sí mismo una mirada pura, inocente, sin filtros, que nos vacune contra el cinismo de estos tiempos convulsos. La excelente acogida en la Mostra veneciana de esta fábula tan sensible como bizarra auguran premio.
Una película política
Del Toro sitúa su cuento de hadas en 1962, en plena Guerra Fría, e insiste en que se trata de una película política, que nos habla del hoy más que del ayer. Empezando por Eliza (Sally Hawkins) y acabando por la criatura de la laguna verde, todos los personajes positivos de «The Shape of Water» encarnan una «diferencia»: la discapacitada, el monstruo, el vecino gay, la amiga de raza negra, todos encuentran el sentido de la solidaridad y la empatía enfrentados a una idea de «normalidad» agresiva y prepotente, representada en la figura hostil de un Michael Shannon borracho de sueño americano. Del Toro no se anda con sutilezas, aunque tampoco le hace ascos a un toque transgresor, extravagante, que está sorprendentemente bien integrado en la lógica del relato. Así las cosas, el sexo o las breves fugas oníricas en forma de musical, siempre con Hawkins y el monstruo como protagonistas, se deslizan sin esfuerzo bajo las aguas de un cuento que es, también, un homenaje al cine de espías de la época, al melodrama arrebatado de los años cincuenta y a las «monster movies» de la Universal. Los desvíos bizarros de «The Shape of Water» no funcionarían igual sin Sally Hawkins, actriz que sabe extraer una poderosa fuerza interior de su propensión a la excentricidad, y que salva a su personaje de convertirse en una Amélie pasada por agua.
A todo ello se suma un fastuoso diseño de producción y un estilizado tratamiento del color, con predominancia del verde en todo su abanico de tonos y sombras, y del amarillo y el dorado. Si «La cumbre escarlata» parecía pintada con los patrones cromáticos del cine de la Hammer –y de la fotografía de Nicholas Roeg para «La máscara de la muerte roja» de Corman–, aquí da la impresión de que la película tiene branquias, respira bajo el agua de un pantano mohoso, está inundada del verde aterciopelado del musgo y las hierbas flotantes. «The Shape of Water» es, guste o no, una fiesta para los ojos.
Si Guillermo Del Toro está preocupado por la era Trump, pero cree en la magia del amor para combatir el desencanto, puede estar feliz de no estar solo: Paul Schrader, que se siente avergonzado de ser americano («Es complicado para los que crecimos pensando que América podía dar soluciones al mundo. Ahora solo da problemas», declaraba recientemente al diario italiano «La República»), le hace compañía con «First Reformed», también a concurso en la Mostra. Aunque llegan al mismo punto –el «Amor Vincit Omnia» del «Gertrud» de Dreyer-, lo hacen desde caminos opuestos. El calvinismo autolesivo de Schrader no tiene nada que ver con la barroca expansividad azteca, y sus opiniones, tan argumentadas y lúcidas como las de Del Toro, siempre están teñidas de un ontológico pesimismo. «Si aún tienes esperanza en la humanidad y en este planeta, es que no estás prestando la atención suficiente», afirmó Schrader en rueda de prensa. «No creo que la humanidad sobreviva a este siglo. Mi película intenta afrontar el fin del mundo tal y como lo conocemos, no desde un punto de vista social, sino desde la interioridad del hombre».
Está claro que Schrader, que parecía perdido para su propia causa (protestante), ha vuelto a los orígenes. Literalmente: a su etapa como crítico de cine y autor del célebre «El estilo trascendental en el cine», que sigue siendo un ensayo fundacional sobre la obra de tres de sus directores favoritos, Ozu, Bresson y Dreyer. Sus películas más personales aluden, temática o formalmente, a esta tríada de maestros, pero ninguna de una forma tan evidente como «First Reformed». La historia del reverendo Toller (Ethan Hawke) es, en parte, una versión del «Diario de un cura rural» de Bresson. La frontalidad de muchos de sus planos, las simetrías de la composición del encuadre, pueden recordarnos a Ozu y a Dreyer. La preferencia por el plano fijo, centrado y claustrofóbico (está rodada en formato académico), y la austera desnudez de la puesta en escena, son propias del autor de «Ordet». Formalmente, es su película más árida y rigurosa desde «Aflicción».
Seres atormentados
Por supuesto, el reverendo Toller es Travis Bickle, o el padre desesperado de «Hardcore» o el chapero de «American Gigolo» o el camello de «Light Sleeper». A los que conocen el cine de Schrader les parecerá como de la familia: un hombre atormentado, replegado sobre sí mismo, que pone en duda su relación con el mundo cuando un alma gemela (un activista ecológico con tendencias suicidas) le enfrenta con sus propios abismos. Durante los primeros dos tercios de metraje, la película es severa como un cilicio, de una contundencia admirable. Luego, cuando la tormenta se acerca y con ella la posibilidad de salvación, Schrader se deja llevar por la histeria penitente de su protagonista, que, en la línea de sus personajes más arquetípicos, cree que la mejor manera de redimirse y salvar al mundo es dinamitar sus miserias. El filme pierde su rigidez monacal, se desborda, se precipita (con levitación y viaje astral incluidos) y está a un paso de perder el sentido del ridículo. El que esto firma habría preferido que el instinto (auto)destructivo del reverendo Toller se desmelenara del todo, pero, cartas a los Reyes aparte, es innegable que «First Reformed» nos devuelve al Schrader más áspero, el que muchos añorábamos.
Explícitamente política, la libanesa «The Insult» parte de un incidente cotidiano –una tubería rota– para enfrentar a cristianos y palestinos en una lucha sin cuartel y, de paso, hablar de las heridas aún abiertas por la guerra de 1990. El insulto del título despliega una cadena de desastres que lleva a los dos protagonistas (el terco propietario de un taller mecánico y el capataz de las obras de rehabilitación de su barrio, ambos atrincherados en su orgullo y su sesgado sentido de la dignidad) a los tribunales, y allí pasan de ser personas de carne y hueso a símbolos ideológicos. Los constantes puntos de giro –que podrían recordarnos al cine de Ashgar Farhadi– que quiebran la trama no aportan ni un gramo de sutileza a esta película de tesis que apuesta por la necesidad del diálogo, el perdón y la reconciliación a base de gritarnos al oído que todos tienen sus razones. Por desgracia, Ziad Doueiri no puede parecerse menos a Renoir, y a su bienintencionado drama judicial le falta la astucia y la prudencia que exige una situación política tan compleja como la que retrata.