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«Las formas del agua»: Majestuosidad líquida

«Las formas del agua»: Majestuosidad líquida
«Las formas del agua»: Majestuosidad líquidalarazon

Guillermo del Toro. G. Del Toro y Vanessa Taylor. Sally Hawkings, Michael Shannon, Richard Jenkins. EE UU, 2017. 123 minutos. Fantástico.

En toda su líquida majestuosidad, empapada de verdes pantanosos y azules turquesa, «La forma del agua» parece encontrar su voz cuando potencia lo que tiene de película silente. Al interpretar a una princesa proletaria que traduce sus anhelos en subtítulos, Sally Hawkins es pura apología del gesto, una reencarnación en clave «anime» de Lillian Gish en un melodrama de Griffith. Es precisamente esa sublimación figurativa la que la vincula a un monstruo anfibio que fue Dios para la población indígena del Amazonas, y que ahora es, además de mirada absorta, puro cuerpo que danza en el agua uterina y que sufre como un mártir apostólico. Lo más hermoso de la película de Guillermo del Toro es el modo en que explica el amor como un idioma físico, sensual, más allá del texto, convirtiendo así la columna vertebral de su relato en la crónica de dos cuerpos sin voz que se aman y se desean invocando la pureza de una imagen que no necesitaría hablar para explicarse. No debe de extrañarnos, pues, que el cineasta mexicano erotice la inocencia de su heroína y se permita el lujo de mostrar, aunque con la justa dosis de pudor, lo que parecía irrepresentable: esto es, que las princesas y los monstruos también disfrutan del sexo. En el cine de Guillermo del Toro los monstruos son síntoma de un trauma. Puede ser un trauma histórico (la Guerra Civil en «El espinazo del diablo» y «El laberinto del fauno», que sigue siendo su mejor película) o de un trauma político, como es el caso. Estamos en 1962, en plena Guerra Fría, y Del Toro aprovecha la capacidad metafórica del cine fantástico en todos sus desvíos y variantes: desde el cuento de hadas («La bella y la bestia») hasta el cine de terror clásico («King Kong», «La mujer y el monstruo»)– para reivindicar la fuerza vital de la diferencia en una sociedad que solo entiende de intolerancias. Sin dejarse ninguna en el tintero la racial, la sexual, la ideológica, la de género–, proyecta su discurso en el presente. Tal vez aquí la película contradice un tanto a las pulsiones de su corazón, poniendo tan en primer plano sus intenciones textuales, subrayando tanto sus tesis para compensar lo bizarro de su romanticismo, que está a punto de eclipsar el mesmérico poder de sus imágenes como si Del Toro tuviera miedo de no seducir al gran público. Afortunadamente, prevalece la orgía cromática y sinfónica, armoniosa en su monumental barroquismo, en esta fábula que es, también, un poema que se desliza sobre un tercer cuerpo, el del cine, que el cineasta mexicano nos da el privilegio de sentir y acariciar.