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Michael Moore y el otro virus devastador

Los documentales han tenido su día grande en la Berlinale. En «Where to Invade Next», Moore reflexiona con ingenuidad sobre lo que a América le queda por aprender de Europa, mientras que Alex Gibney rebusca en los confines del espacio virtual en «Zero Days» e investiga sobre un programa informático peligroso
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  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

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En «Where to Invade Next», Moore reflexiona con ingenuidad sobre lo que a América le queda por aprender de Europa.
Si el martes Spike Lee denunciaba que Estados Unidos sigue en pie de guerra, en la Berlinale de ayer dos documentalistas con pasaporte norteamericano nos avisaban de que la auténtica adicción de su santa patria es invadir. Es un verbo equívoco, porque lo identificamos de inmediato con un asunto militar, y ninguna de las dos películas pisa territorio bélico. En «Where to Invade Next», que se presentaba fuera de concurso, Michael Moore clava una banderita con barras y estrellas –esto es, invade simbólicamentez– en aquellos países europeos que América debería tomar como ejemplo. En «Zero Days», Alex Gibney nos cuenta que la invasión no será por tierra, mar o aire, y que tampoco se producirá en forma de ataque nuclear o biológico. La invasión más temida será un virus informático que podría devolvernos a la Edad de Piedra.
«Where to Invade Next» es una secuela turística de «Sicko». Si en aquella se trataba de elogiar el sistema sanitario francés y cubano en detrimento del imperio sangrante de los seguros privados en América, aquí se trata de pasearse por unos cuantos países europeos para demostrar lo bien que se vive a este lado del charco. En Italia, Moore visita la fábrica de motocicletas Ducatti y aplaude que sus trabajadores disfruten, por contrato, de ocho semanas de vacaciones al año y dos horas de descanso por jornada. En Francia, en las escuelas públicas se come como en un restaurante de lujo, y la educación sexual es tan eficaz que los embarazos precoces han disminuido una barbaridad. ¿Sabían que en Finlandia tienen el mejor sistema educativo del mundo? ¿Y qué me dicen de Eslovenia? En Portugal el consumo de droga ya no es delito, al contrario que en Estados Unidos, en el que sirve, dice Moore, para criminalizar y controlar a la población de raza negra. Sólo le faltaba visitar España y echarse la siesta después de ir de tapas, y terminar en Grecia bailando un vals con Varoufakis. Europa, por supuesto, va bien.
Habría sido francamente divertido ver cómo la vehemencia de Moore defendía la ofensiva ingenuidad de su película ante la prensa internacional. Por desgracia, y por don de la oportunidad, Moore ha cancelado su visita a la Berlinale a causa de una neumonía que lo ingresó en el hospital el pasado 7 de febrero. Se ha librado, pues, de enfrentar su programa pedagógico a la furiosa realidad europea. Es obvio que su documental, el primero que dirige en los seis años que lo separan del estreno de «Capitalismo, una historia de amor», está dirigido a los americanos demócratas que no leen periódicos extranjeros. Pero Moore, como Estados Unidos, vive en una burbuja si cree que algún europeo con dos dedos de frente comprará su visión utópica del viejo continente. ¡Con la que está cayendo! Cualquier imagen de la llegada de refugiados a la isla de Lesbos o cualquier gráfico que indique las tasas de paro en España servirían para barrer su película de un plumazo.
Lo de «Zero Days» es otro cantar. Sería fácil compararlo con «Citizenfour», pero el filme de Laura Poitras tiene un protagonista de carne y hueso, Edward Snowden, con el que poder empatizar. Por el contrario, Gibney, que ha hecho documentales sobre grandes corporaciones como Enron, sobre grandes farsantes como Lance Armstrong y sobre sectas tan poderosas como la cienciología, investiga un virus informático, y a pesar de que intenta adornar su protagonismo con todo tipo de imágenes digitales, no puede vencer su escurridiza naturaleza y se deja devorar por un océano de datos y códigos que densifican en exceso su discurso. Lo que no quita importancia a lo que cuenta: la colaboración in extremis de Estados Unidos e Israel en la creación de un mortífero «malware» para desarticular el programa nuclear iraní y, si fuera necesario, dejar a Irán sin luz, sin hospitales, sin transportes públicos.
El virus en cuestión, denominado Stuxnet, fue modificado por los israelíes para que se expandiera a escala global. Si Estados Unidos no hubiera llegado a un acuerdo con Irán para detener su programa nuclear, las consecuencias habrían sido devastadoras, y no sólo en Oriente Medio. Obviamente, ninguno de los entrevistados está autorizado a confirmar ante la cámara quién creó el virus, porque es lo que la Administración Obama considera «información clasificada». «Zero Days» es un exhaustivo reportaje de investigación que explica, si nos separamos de su prolija adicción al detalle, hasta qué punto han cambiado las reglas del juego geopolítico. La voluntad de negociación y la conciencia ética de los que dictan las normas han sido sustituidas por una entidad sin moral, un tsunami virtual que no conoce los límites entre el bien y el mal. La guerra es un efecto colateral de la vida entre circuitos. La humanidad está atrapada en ese espacio infinito que está entre el 0 y el 1, y lo peor es que ni siquiera se da cuenta de ello.

«La comuna», de Vinterberg, mucho ruido y pocas nueces

El danés Thomas Vinterberg vivió parte de su infancia en una comuna. Eran los años setenta, en los que la filosofía hippie, el amor libre y el anarquismo civilizado estaban a la orden del día. Buena parte de sus recuerdos se filtran en «La comuna» para quedarse en agua de borrajas. No esperen una exploración de las dinámicas sociopolíticas de la experiencia comunitaria (para ello, revisiten «Los idiotas», de su compatriota Von Trier), porque Vinterberg usa la memoria de esa época como desaprovechado telón de fondo. Lo que cuenta es la ruptura de un matrimonio, la llegada de la inevitable soledad, cómo las circunstancias nos obligan a reinventarnos en la edad madura. Lo demás es superfluo, un pretexto para que Vinterberg vuelva al territorio de «Festen» y demuestre que la energía y el buen gusto le han abandonado. Cómo, si no, entender un final tan atroz.