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Por una escritura del destierro

Daniel Craig protagoniza la adaptación de «Queer» por Luca Guadagnino

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Uno de los hallazgos de la adaptación que Luca Guadagnino ha hecho de «Queer» es que, estéticamente, parece una película chapada a la antigua, como uno de aquellos clásicos de aventuras exóticas rodadas en estudio en las que podía rugir la marabunta mientras Charlton Heston seguía sacudiendo su salacot a pie de río, con la camisa abierta hasta el ombligo.

Cronenberg también adaptó «El almuerzo desnudo» con los tonos ocres, deslavados, del cine colonial, porque pensaba, como Guadagnino, que todo lo que ocurre en el mundo de Burroughs es un estado mental, un paraíso artificial de fantasías, sufrimientos, placeres y adicciones que intenta captar la violencia del amor loco y la literatura; en este caso en un país más loco aún, ese México «siniestro, sombrío y caótico, con el caos especial de un sueño» en el que William Lee, borracho de mezcal a las cinco de la tarde, intenta encontrarse a sí mismo en el rastro de perfume que deja en su objeto de deseo, el frío y elusivo Allerton (Drew Starkey). 

«Queer» retrata la belleza triste de esa atracción, que Daniel Craig, que no teme al lobo feroz de las escenas de sexo, encarna con una fragilidad más vulnerable que patética, dejando que la curiosidad innata del personaje se derrita ante la indiferencia de su amante, o se convierta en estatua hedonista mientras se chuta de heroína en plano secuencia.

Antes hablábamos de película de aventuras, y «Queer» lo es, cuando William y Allerton viajan a lo más profundo de la selva amazónica en busca de una droga parecida a la ayahuasca. Guadagnino sucumbe a algunos excesos, aunque la película encuentra entonces su razón de ser burroughsiana, su imaginería pesadillesca, su iniciación alucinógena al paisaje interior de sus personajes, que es el de una soledad desmembrada, que ni siquiera se deja compartir. Poco más descubrimos de los cuerpos bañados en sudor de Lee y Allerton, pero eso no es culpa del director Guadagnino: en la novela de juventud de Burroughs no hay más arco dramático que el que dibuja la escritura del destierro.