Spielberg, sigue creciendo
«Mi amigo el gigante» se muestra en Cannes con un aroma a los clásicos de Disney de carne y hueso y sin ninguna prisa en la trama, para el bien del filme. «Toni Erdmann» y «Handmaiden», los otros estrenos del día.
«Mi amigo el gigante» se muestra en Cannes con un aroma a los clásicos de Disney de carne y hueso y sin ninguna prisa en la trama, para el bien del filme.
Hace 34 años, Steven Spielberg visitó Cannes para el estreno mundial de «E.T.». Ayer, la presentación –fuera de concurso– de «Mi amigo el gigante», olía a nostalgia: si la adaptación del cuento de Roald Dahl remite a las aventuras de Eliot y su mascota de ojos como platos y dedo sanador, se debe también a que son obra de la misma guionista, la malograda Melissa Mathison, fallecida hace cinco meses. Dahl escribió «El gran gigante bonachón» después de perder a su hija a causa de una encefalitis y de que su único hijo varón se quedara ciego por un accidente. Su dolor se tradujo en una encendida y poética reivindicación de la magia a partir del afecto que nace entre un gigante que se siente diferente a sus congéneres porque no se alimenta de humanos y de una niña huérfana, insomne y hambrienta de cariño. Difícil encontrar un tema más spielbergiano, como confesó ayer en rueda de prensa: «Cuanto peor está el mundo, más necesitamos de la magia. La magia nos da esperanza y la esperanza nos hace ser más proactivos. Y las películas dan esperanza a la gente para enfrentarse a un nuevo día. Para mí la esperanza lo es todo».
Capricho de orfebre
Spielberg estaba familiarizado con el relato de Dahl mucho antes de que se planteara dirigir su adaptación. «Tengo siete hijos, y a todos se lo le leído antes de acostarse», confesó. «Cuando lo lees en voz alta, te conviertes de inmediato en el gigante, y actúas de mediador entre la historia y los niños. La ventaja es que sabía de primera mano cómo funcionaba la trama con el público al que va dirigida». La declaración es significativa en cuanto que «Mi amigo el gigante» parece concebida, y lo decimos como una virtud, para niños que no han crecido con internet. La primera hora de metraje es lenta y pausada, dedicada en exclusiva a explicar la amistad entre el gigante (Mark Rylance, el nuevo «muso» de Spielberg, por obra y gracia de la «performance capture») y Sophie (expresiva Ruby Barnhill), y a describir el país en el que vive tan empática criatura, que habla un inglés aproximativo (¿cómo lo doblarán al castellano?) y se alimenta de calabacines de aspecto mocoso. Spielberg, que no evita poderosas invocaciones tenebrosas, da una lección a todos aquellos que creen que el cine infantil debe poner la quinta marcha y cometer el error de expandir los clímax hasta el infinito y más allá. Para ejemplo, un botón: aquí el conflicto central se resuelve en apenas tres minutos.
Más interesado en los personajes, en la sempiterna celebración de esa figura paterna que sirve como refugio benévolo del sentimiento de abandono que siempre asocia a la infancia, Spielberg ha hecho una película a la antigua usanza, un punto anacrónica en su desarrollo dramático. Lo que contrasta con la belleza de los efectos digitales, no sólo en lo que concierne al hiperrealismo de los gigantes, sino a la paleta cromática de los sueños que el protagonista guarda en tarros de cristal y el precioso diseño del árbol del que cuelgan estos. El tercer acto de la película, en el que el gigante interacciona con la mismísima reina de Inglaterra, destierra la oscuridad de su primera parte, y tiene un encanto que evoca los clásicos de imagen real de la Disney de la época de «Mary Poppins». Es la guinda que corona un capricho de orfebre, que aúna tradición y contemporaneidad en un solo suspiro gigantesco.
Las relaciones paterno-filiales también ocupan el núcleo de «Toni Erdmann», aunque cualquier parecido con el cine de Spielberg es pura coincidencia. La alemana Maren Ade parte de una premisa que podría ser la de cualquier telefilme de sobremesa –un padre que, preocupado por su hija, adicta al trabajo, sin hijos ni pareja conocida, quiere reconducir su infelicidad–, pero la grandeza de la película (y «Toni Erdmann» es muy, muy grande) es desarrollar a sus personajes en dirección contraria al tópico de la conciliación y la restauración del estatus quo. Ade no necesita darnos datos del pasado, no sabemos si su relación era buena o mala, pero conocemos al dedillo su presente: el padre, Wilfried (excelente Peter Simonichek), incapaz de relacionarse con el mundo si no es con la máscara de la broma por delante, se calza una peluca ridícula y unos dientes postizos para convertirse en Toni Erdmann, un pobre iluso que se cruzará en el camino de su hija Ines (magnífica Sandra Hüller), ejecutiva de una consultora en Bucarest, en los momentos más inoportunos.
A primera vista, la película es una comedia de humillaciones, en la que las continuas situaciones de incomodidad que se plantean sirven para definir la compleja relación entre este padre y esta hija que se parecen mucho más de lo que les gustaría admitir. Ade, que ya exploró las relaciones humanas como territorio de control y sumisión en la excelente «Entre nosotros», modula el extravagante tono de su farsa con una inteligencia insólita, de manera que las escenas hilarantes –en especial una fiesta de cumpleaños nudista que arrancó aplausos espontáneos de la prensa y una interpretación a capella de «The Greatest Love of All» de Whitney Houston– se complementan con momentos verdaderamente conmovedores.
«Bondage» creativo
Las dos horas y cuarenta minutos de metraje son necesarias para entender la escalada de irritación que impregna este juego de humillación mutua que tanto gustaría al Lars Von Trier de «Los idiotas», y para que Maren Ade aproveche el personaje de Ines para hacer una sátira del mundo corporativo, modelado según los designios de un machismo nada disimulado, y de la hipocresía que oculta la utopía de la Europa comunitaria en países como Rumanía, donde los pobres y los gitanos conviven con los hombres de negocios dispuestos a hacerse ricos a costa de las promesas de ascensión social del capitalismo neoliberal. Sobre el papel, puede parecer que las ambiciones de «Toni Erdmann» son excesivas, pero el resultado es tan rico, tan poderoso, que compensa con creces sus breves desequilibrios.
El coreano Park Chan-wook no se caracteriza precisamente por andarse con chiquitas, aunque los contrastes de «The Handmaiden», su libérrima adaptación de la novela de Sarah Waters «Falsa identidad», no tienen que ver con los de «Oldboy», que ganó el Premio Especial del Jurado en 2003. La mansión donde se desarrolla la acción, mitad casa japonesa, mitad castillo gótico, representa la singular bipolaridad de su retorno al cine coreano después de la experiencia americana de «Stoker». Por un lado, sobrevive el barroquismo narrativo, pero, por otro, en esta ocasión está servido con una puesta en escena elegante y sensual, sin las deslumbrantes estridencias de «Oldboy». Eso sí, hay materia prima para el escándalo: sesiones de lecturas eróticas y «bondage» creativo, escenas de cama de corte lésbico que hacen empalidecer a las de «La vida de Adéle» y torturas sangrantes que no desentonarían en un «giallo».
Dividida en tres partes, la acción, situada en la Corea de los años treinta colonizada por los japoneses, se despliega como una especie de malvado biombo. Cada una de las capas narrativas se revela como el contraplano de la anterior, de manera que, en el minué de disfraces y engaños que dibujan los movimientos de los cuatro personajes principales -una mujer traumatizada por las prácticas sadomasoquistas de su tío, la doncella de esta, un timador que se presenta en sociedad como conde seductor y el tío en cuestión, bibliófilo de lengua negra-, cada uno cambia de piel y revela la verdad de sus estrategias, que nunca es absoluta. La precisión con que está contada la historia, abundante en ironías dramáticas y retruécanos sorprendentes, y el sanísimo deleite con que Chan-wook se acerca a las perversiones sadianas, hacen de este ejercicio de género una experiencia de lo más disfrutable.