Crítica de cine

Cómo me convertí en un espalda mojada virtual

Sergi Sánchez relata su experiencia dentro de «Carne y arena», la instalación que González Iñárritu, junto a Emmanuel Lubezki, ha presentado en Cannes sobre los migrantes que cruzan la frontera entre México y EE UU

González Iñárritu presentó este corto, de seis minutos de duración
González Iñárritu presentó este corto, de seis minutos de duraciónlarazon

Al toparme con el cubículo inmenso donde se desarrolla el experimento de «etnología semificcional» (sic) del cineasta mexicano pienso en qué habría hecho Kiarostami en su lugar, teniendo en cuenta que el compromiso con lo real y la experiencia del espectador eran las columnas vertebrales de su cine.

Ayer, el día en que Abbas Kiarostami, a título póstumo, estrenó, como evento especial del 70 aniversario en Cannes, «24 Frames», en la que volvía (y no volverá) a los tiempos de «Five» para regalarnos una posible definición del cine en estado puro, con sus momentos sagrados en plano fijo, un coche de la organización del festival me conducía a diez kilómetros al norte de Cannes, al hangar donde está situada la instalación de realidad virtual «Carne y arena», creada por Alejandro González Iñárritu con la complicidad del gran Emanuel Lubezki en la fotografía. Al toparme con el cubículo inmenso donde se desarrolla el experimento de «etnología semificcional» (sic) del cineasta mexicano, en la que ha invertido cuatro años de trabajo, pienso en qué habría hecho Kiarostami en su lugar, teniendo en cuenta que el compromiso con lo real y la experiencia del espectador eran las columnas vertebrales de su cine.

Es la segunda vez que me coloco unas gafas de RV. La primera fue en el Festival de Sitges. Sin moverme de mi butaca, me di un paseo por un manicomio atestado de psicópatas y «mad doctors», como si hubiera entrado en un pasaje del terror en una dimensión paralela con gritos y susurros a todo volumen. No me resultó una experiencia demasiado inmersiva, no más que un «slasher» proyectado en buenas condiciones en una pantalla enorme. Me parecieron prometedoras las posibilidades de la RV para el futuro del cine de horror. Por supuesto, lo que quiere hacer Iñárritu es diferente: pretende utilizar la tecnología para activar la conciencia social del usuario, hacerle vivir lo que significa ser un «espalda mojada» en primera persona. La agente de prensa me avisa de que no tema moverme por el espacio e interactuar con lo que vea. La agente de prensa me está diciendo, sin querer, que esa realidad es mentira, por si me la creo demasiado y viajo en el tiempo y me convierto en uno de esos espectadores del cine de los orígenes que gritaban porque pensaban que iban a ser arrollados por un tren.

Entro en una sala donde tengo que quitarme zapatos y calcetines, y dejarlos en una pequeña caja fuerte. Otros zapatos, sandalias y botas viejas y rotas permanecen en el suelo: son, dice un rótulo, de emigrantes que pasaron la frontera entre México y Estados Unidos a pie. Se me ocurre que podrían ser zapatos de prisioneros judíos que acaban de entrar en una cámara de gas. Es parte del plan de Iñárritu: decorar la vivencia de lo siniestro con elementos que conectan el presente con los holocaustos de la Historia. Una alarma me indica que puedo entrar en el cubículo, donde dos hombres me esperan para colocarme las gafas de RV y una mochila en la espalda, y me recomiendan, otra vez, que me mueva (prohibido, eso sí, correr) para «vivir la experiencia al cien por cien». Si me tiran de la mochila, es para que cambie de dirección: estaré a punto de toparme contra la pared.

w arena en los pies

Se enciende esa «otra realidad». El suelo está cubierto de arena para que la ilusión de caminar por el desierto sea total. Se oyen voces, aparece un grupo de inmigrantes. Me acerco a ellos: uno de los problemas de «Carne y arena» es que no son personas reales, son cuerpos digitales inspirados en todos aquellos que cruzaron (o no) la frontera. «Documentamos digitalmente sus indocumentadas historias, mientras creaban sus avatares», dice Iñárritu. No es el único elemento distanciador que rompe el proceso inmersivo: en pleno enfrentamiento entre la patrulla de policía (con helicóptero incluido) y los «espaldas mojadas», el director de «Babel» introduce un momento de ensoñación completamente prescindible.

Me he convertido en un espectro que se pasea por un mundo de espectros: atravieso a los personajes y ellos me atraviesan a mí. Por un instante veo su corazón latiendo. Me agacho, me pongo a la altura de los inmigrantes: es lo mínimo que puedo hacer para empatizar con las víctimas, aunque nadie parezca percibir mi presencia. ¿Puedo participar del simulacro desde mi condición de hombre invisible? El marco de la pantalla no limita mi mirada, y sin embargo no tengo la impresión de controlar el espacio, de diseñar mi propia puesta en escena. Ya de pie, un policía me grita apuntándome con un fusil. Mi muerte es el final, pero nunca he sido protagonista. Es como vivir desde dentro «La invención de Morel», pero me pregunto qué sentido tiene permanecer en este limbo con la excusa de ser «espalda mojada» por seis minutos. No deja ser un tanto cínico pasar por este trance en un festival como Cannes, que es, en sí mismo, otra experiencia de realidad virtual.