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Concha Velasco, la última figura transversal de la cultura española

La intérprete sorprendió con su talento a todos y supo pasar de musicales frívolos y filmes del destape a películas de una enorme carga dramática
La actriz Concha Velasco
La actriz Concha VelascolarazonLa Razón
La Razón

Madrid Creada:

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Más allá y más acá de tópicos, Concha Velasco era pura historia del cine español. E incluso, por qué no decirlo, Historia de España misma. Ella sola, de Conchita a Concha, podría simbolizar perfectamente la transformación, para bien y para mal, del arte y la industria cinematográficos españoles, a lo largo de las décadas que vieron evolucionar nuestro cine desde un mundo idealizado de películas alegres y ramplonas —cine popular y comercial que, ojo, cumplió con eficacia su papel, logrando a su manera abrir la sociedad al cambio y la tolerancia—, de comedias bienintencionadas que intentaban paliar las deficiencias de la realidad gris y conformista de una dictadura poco y mal escondida tras ellas, hacia un arte cinematográfico comprometido con la realidad y el cambio, que alcanzaría su cenit durante el tardofranquismo y los primeros años de la Transición.
Conchita Velasco, aquella jovencita sexy de Las chicas de la Cruz Roja (1958), El día de los enamorados (1959), Los tramposos (1959) o Historias de la televisión (1965), donde interpretara, precisamente, esa “Chica ye ye” compuesta por el genial Augusto Algueró, con letra de Antonio Guijarro, cuyo desmelene y minifalda indignaban a los padres de familia tradicionales, con cara de chiste de Antonio Mingote, llegará a ser un día actriz dramática capaz de dar vida a papeles tan comprometidos y difíciles como los que interpretara en "Tormento" (1974), "Pim, pam, pum… ¡fuego!" (1976) y "Más allá del jardín" (1996) de Pedro Olea; "La colmena" (1982) de Mario Camus, "Esquilache" (1989) de Josefina Molina (su nominación al Goya como mejor actriz de reparto) o "París-Tombuctú" (1999) de Berlanga (su nominación al Goya como mejor actriz).
Y es que por el camino, Conchita se convirtió en Concha, curtiéndose en los escenarios y la televisión. Tras formar pareja artística con el epítome de la “españolidad”: Manolo Escobar; después de ejercer como maruja oficial de la comedia española, al servicio de Pedro Lazaga, Sáenz de Heredia o Mariano Ozores, sin despreciar el toque sicalíptico del destape nacional, pero sin llegar nunca al exceso carnal; acostumbrada a vérselas con los grandes cómicos de nuestro cine (López Vázquez, Alfredo Landa, Tony Leblanc, Antonio Ozores…), la cantante, actriz y presentadora supo reinventarse como auténtica dama del teatro y el cine, sin perder nunca, he ahí lo asombroso, su popularidad. Convirtiéndose, como bien dicen Carlos Aguilar y Jaume Genover en su libro Las estrellas de nuestro cine (Alianza, 1996), en verdadero fenómeno sociológico: querida tanto por los nostálgicos de la industria cinematográfica cañí de antaño, que mucho nos hizo sufrir pero tantas virtudes supo mostrar, como por los defensores de un cine español autoral, de “arte y ensayo”, con supuesto y a veces incluso real calado intelectual, artístico y social.
Dejando de lado las luces y sombras de su vida privada, demasiadas veces pública, Concha Velasco fue siempre capaz de ser ambas cosas: Concha y Conchita al tiempo y a la vez, sin vergüenza ni artificio. Cuando tuve oportunidad de conocerla brevemente, en 2001, durante el homenaje que le rindiera el Festival Internacional de Cine de Las Palmas en su segunda edición, me pareció, como a todos, tan humilde y encantadora como desprovista de prejuicios. Sin llevarse nunca otro Goya que el de honor en 2012, lo había merecido muchas veces antes. Quienes a lo largo de los años la vimos evolucionar de chica ye ye que nos hacía suspirar por sus piernas y sonrisa, hasta actriz dramática de profundo registro emocional, sabemos que con ella se ha ido algo irrecuperable: alguien capaz de aunar lo popular y lo intelectual, lo comercial y lo comprometido. Algo quizá ya imposible para el cine español del siglo XXI.