David Afkham arrasa en el Auditorio con un aldabonazo bruckneriano
El compositor ha demostrado de nuevo su talento enfrentándose a esta imponente «Octava Sinfonía» bruckneriana
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Afkham es un músico muy dotado y lo hemos visto crecer desde que se instaló, primero como principal director invitado en 2014, y después como titular en 2019. Estructuras gigantescas y complejas como las de Richard Strauss, Wagner o Bruckner se le dan bien. Sabe analizar las distintas líneas, penetrar en sus significados y construir, partiendo de un gesto claro y armonioso sin batuta, de trazo algo mecánico y poco variado, grandes superficies. Lo ha demostrado de nuevo enfrentándose a esta imponente «Octava Sinfonía» bruckneriana, de la que ha logrado, con la colaboración de una excelente Nacional, una buena y saludable versión empleando la que es seguramente la versión mejor –ya sabemos que el inseguro compositor solía modificar muchas veces lo escrito atendiendo a observaciones de amigos y colegas–, la de Robert Has de 1887-90. La más acorde con las intenciones primigenias.
Desde el comienzo vimos que la interpretación estaba bien enfilada y la sigilosa entrada en la opaca voz de los violines sostenidos por dos trompas (de las ocho prescritas, aquí nueve, cuatro de ellas desdoblándose para las tubas Wagner) fue estupendamente medida; lo mismo que la célula rítmica posterior y el primer y ominoso tema, brusco, entrecortado, elemental y subterráneo. Los violines entraron después, en frase característica, muy suavemente. Las grandes peroraciones posteriores tuvieron estupendo empaste y realización, más allá de alguna que otra intemperancia y acritud, por ejemplo de la tuba. El primer gran «crescendo» fue construido compás a compás con habilidad. Hubo contrastes, meandros expresivos, adecuada edificación de las salvajes escaladas, suficiente claridad en los clímax y laxitud en los suaves compases postreros, con las tres últimas notas sostenidas por un discreto timbal. Conclusión «velada, sorda y fúnebre», como describía Walter Abendroth.
Nos pareció peor planificado el «Scherzo», con el juguetón tema, así definido por Bruckner, del «travieso Miguelito» al frente. Resultó algo más espeso de construcción, aunque no faltó impulso y el Trío nos ofreció esa imagen soñadora que evoca, según algunos, un cuadro de Brueghel. Muy dramática la repetición. Los metales y las cuerdas a toda presión echaban humo. El director enfocó con cautela el gigantesco «Adagio» (Lento, con solemnidad, pero sin arrastrar), tiempo meditativo, sublime, centro neurálgico de la Sinfonía, «un amplio diario de soledad y de pasión, de resignación y esperanza», en palabras del musicólogo Martinotti. Un gran lied–sonata dividido en tres secciones y una coda con dos grupos de temas como base del material melódico. Todo transcurrió con el adecuado espíritu y buena letra. Excelente pulso, con no muchas retenciones, en un tempo lógico y progresivo.
Escuchamos bien expuesto el primer y nostálgico tema, apoyado en dos frases sucesivas, la segunda rematada por la figura de un cinquillo en un resplandeciente La mayor en medio de los dibujos de las tres arpas (nunca antes empleadas en una sinfonía por Bruckner). Las idas y venidas, las repeticiones, las síncopas, los pasajes expuestos y reexpuestos, nunca de forma igual, se fueron trabajando y matizando. La frase del cinquillo llegó a su máxima proyección en el gran clímax, donde no se planificó adecuadamente la voz estratégica de las arpas. Un instante milagroso no conseguido en esta ocasión. Buen pulso, sí, en el bellísimo final en piano.
La música como «espejo del cosmos» (Martinotti). Los 747 compases del «Finale. Feierlich, nicht schnell» (Solemne, no rápido) de esta edición Haas, con ese tremebundo arranque, alusivo según el compositor, al encuentro en Olomouc del emperador Francisco José (dedicatario de la composición) y el zar de Rusia, nos pusieron en pie por la fuerza y el encaje entre familias y por la precisión de los ataques. Hermosas volutas de la cuerda, no siempre del todo audible por problemas de planificación, otorgaron algo de dulzura a la música, aunque no faltaron pasajes confusos en medio de la refriega, así en la recuperación del primer gran tema de la Sinfonía. La coda, de 31 compases, en la que acaban por superponerse los cuatro grandes temas de la obra, pasaje de enorme complejidad, no terminó de quedar del todo clarificada. Pero tuvo una realización más que digna cerrando una muy meritoria interpretación, muy bien acogida por el numeroso público.