Crítica de libros

Desmontando a Pablo Neruda

Larraín presenta en la Quincena de Realizadores de Cannes un maravilloso «antibiopic» del escritor chileno, que va a crear una agria polémica

Luis Gnecco interpreta al poeta siguiendo su clásico estilismo
Luis Gnecco interpreta al poeta siguiendo su clásico estilismolarazon

Larraín presenta en la Quincena de Realizadores de Cannes un maravilloso «antibiopic» del escritor chileno, que va a crear una agria polémica

Pablo Neruda. Héroe nacional chileno. Premio Nobel de Literatura. Poeta del pueblo. Comunista en el exilio. El que, en una de las casas que le sirven como refugio durante la persecución orquestada por el presidente González Videla, dice: «Nosotros no limpiamos, y es por razones políticas». El que se viste de Lawrence de Arabia en una fiesta de disfraces para la élite de la izquierda («son rojos, pero nunca han dormido en el suelo», dice el narrador) mientras los camaradas del pueblo le avisan de que van a rodar cabezas. El que engola la voz cuando lee poemas, como si recitar invocara a un alter ego, un Hyde cualquiera, que seduce desde la declamación triste y ceremoniosa, como si fuera un aristócrata venido a menos. El que no duda en saltar del barco dejando atrás ese lastre que pesa demasiado. El amigo de las prostitutas y los desclasados. Ése es el Pablo Neruda –el que, después de la prohibición del Partido Comunista en 1948, tiene que vivir en la clandestinidad para exiliarse definitivamente un año después– que imagina Pablo Larraín en su feroz, agresivo «antibiopic» que ayer deslumbró en la Quincena de Realizadores, sección a la que el cineasta chileno concurre por tercera vez después de «Tony Manero» y «No». En la línea del resto de su filmografía, que aspira a contar el atribulado devenir histórico del Chile del siglo XX, «Neruda» no es una película para hacer amigos sino para crear agria polémica. Como «Post-Mortem», «No» o «El club», no deja títere con cabeza.

Mirada compasiva

O al menos eso es lo que nos transmiten las imágenes del filme, aunque Pablo Larraín defiende su visión desde otro lugar. «No creo que haya una mirada cruel hacia Neruda, sino compasiva», matiza. «Claro que hay paradojas en el personaje, quería humanizarle, no rendirle tributo. Si lees el “Canto general”, se dedica a descalificar a líderes políticos de la época con una furia muy particular. Neruda describió un país, una sociedad, a Latinoamérica. Claro que existe una contradicción ideológica en un hombre que vive de una manera que a veces se opone a sus ideas políticas, pero yo no quiero hacer denuncia, no quiero decir qué está bien y qué está mal». Larraín va aún más lejos en sus deseos de relativizar la lectura crítica de su película. «Ni siquiera creo que hable sobre Neruda, sino sobre lo nerudiano. Sobre la huella que su figura y su obra han dejado en los que la hemos hecho desde lo contemporáneo. Cuando estrenamos “No”, algunos sectores chilenos nos acusaron de no legitimar el proceso del referéndum que rechazó a Pinochet. Ahora, ¿qué hacemos? ¿Legitimar a Neruda? ¿Cuestionarlo? Ni una cosa ni la otra. No creo que el cine tenga que ser responsable de nada, sólo de sí mismo».

Los que esperen un «biopic» al uso se encontrarán con su antítesis, un juego, entre brechtiano y pirandelliano, en el que Neruda construye la imagen que quiere proyectar al mundo a partir de su némesis, un policía que ejerce de narrador y que podría ser real o imaginario, o las dos cosas a la vez. Gael García Bernal encarna con preciso desencanto a ese pobre diablo que siempre va un paso por detrás de su célebre fugitivo. «Por su condición de policía, Oscar Peluchoneau es diametralmente opuesto al poeta. Niega toda reflexión, se le ha impuesto el rigor de cumplir una misión», explica. «Y luego hay todo el resentimiento propio del contexto. Después de la Segunda Guerra Mundial, es un fascista que tiene que aceptar la derrota mordiéndose el labio». Es, en fin, un personaje secundario que quiere ser protagonista: «Al enfrentarse con esa figura icónica, gigante, acaba por darse cuenta de que Neruda es su creador».

Es entonces cuando se materializa lo que Larraín denomina «un juego de ilusiones, un ejercicio imaginario, ese acto de fabricar un accidente» que es el cine. Esa estrategia metaliteraria, que deconstruye las leyes del «biopic» clásico al tiempo que convierte la historia en una ficción que vencedores y vencidos imaginan al alimón, es un brillante hallazgo que justifica una de las ideas más estimulantes y controvertidas de la película –que Neruda fue el «inventor» de las presiones de la derecha de su país para detenerlo o asesinarlo en beneficio de su imagen de intelectual perseguido; es decir, que él era el maestro de ceremonias de su propia persecución política– y que explica los excesos retóricos de su narrador, tan nerudianos, y la vinculación del relato con la novela criminal, el género preferido del poeta chileno. Es lo que Luis Gnecco, que interpreta magistralmente al autor de «20 poemas de amor y una canción desesperada», decía en rueda de prensa: «Neruda es un hombre que cae en la tentación de crear su propio destino, de hacer de sí mismo un mito».

Por momentos da la impresión de que estamos viendo una de las mejores versiones del cine de Marco Bellocchio, el de «La sonrisa de mi madre» y «Vincere», donde lo bello y lo siniestro se abrazan para desenmascarar los engaños de la historia. En su tramo final, donde Neruda cruza a caballo la frontera con Argentina, Larraín y su guionista, Guillermo Escobar, imaginan un encuentro entre el creador y su criatura que tiene una insólita fuerza poética.

Cannes parece tener un compromiso moral con Loach, que, con «I, Daniel Blake», ha competido ya doce veces por la Palma de Oro, que ganó en 2006 por «El viento que agita la cebada». Ayer, en rueda de prensa, aprovechó, con contundente lucidez, para expresar sus dudas sobre la cuestión del «Brexit» («La Unión Europea es un proyecto neoliberal. Es un impulso hacia la privatización y la desregulación. Si nos vamos, sabemos que los gobiernos de cada país virarán hacia la derecha»). La consistencia ideológica de su cine es incontestable, lo que no siempre resulta positivo. Si repasáramos el docudrama que le lanzó a la fama, «Cathy Come Home», que ya lidiaba con los desahucios, el paro y la feroz burocracia de la Administración británica, y comparáramos varias de sus escenas con algunos momentos de «I, Daniel Blake», podríamos llegar a dos conclusiones no excluyentes: que, durante los últimos cincuenta años, nada ha cambiado en los despachos de las oficinas de empleo y bienestar social de Gran Bretaña, o que la mirada imperturbable de Ken Loach sigue juzgándoles con los mismos recursos formales y dramáticos. Entender el cine social como un fotograma de la realidad congelado en el tiempo es peligroso, pero Loach, como el Neruda de Larraín, no puede evitar ser fiel a su personaje, aunque en este caso esté construido desde la honestidad de alguien que cree firmemente que los individuos deben comportarse como David contra el Goliat del Estado.

Toallitas robadas

Por separado, nada de lo que ocurre en la película de Loach parece falso: ni el via crucis que un hombre en edad de prejubilación debe atravesar para que el Estado reconozca su invalidez después de sufrir un infarto y le quite todo subsidio, ni las penurias de una madre soltera y con dos hijos que deben robar toallitas de limpieza en un supermercado porque no tiene con qué comprarlas. Cuando estas dos buenas personas –dos almas de Dios, como todo obrero que se precie de serlo en el universo de Loach– cruzan su camino, sólo cabe la solidaridad y la empatía. El problema no está tanto en la materia prima («Es un problema que afecta a toda Europa. A la gente más vulnerable se le dice que tiene la culpa de ser pobre») como en la manera en que el veterano autor de «Agenda oculta» y su guionista habitual, Paul Laverty, sobrecargan de desgracias el periplo de sus personajes, manipulando las emociones del espectador desde un maniqueísmo sonrojante, e incurriendo en trucos de guión y excesos lacrimógenos. Es entonces cuando lo hiperrealista se transforma en inverosímil.