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«Detroit»: Una historia sin fin de violencia

El desalojo de un local afroamericano el 23 de julio de 1967 desencadenó una revuelta de tres días que se cobró la vida de 43 personas, con 1.200 heridos. La directora Kathryn Bigelow ha trasladado a la pantalla este drama en un filme que se estrena este viernes coincidiendo con los recientes disturbios raciales de Charlottesville, los últimos de una larga lista
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El desalojo de un local afroamericano el 23 de julio de 1967 desencadenó una revuelta de tres días que se cobró la vida de 43 personas, con 1.200 heridos.
Kathryn Bigelow, la mujer que dirigió la musculosa y multipremiada «The hurt locker» y la muy discutible y multinominada «Zero dark thirthy», especialista en tramas con nitroglicerina, frescos históricos contemporáneos y «thrillers» caníbales, de una violencia que jibariza la de sus rivales masculinos, acaba de estrellarse con «Detroit», su cinta dedicada a los llamados «Incidentes del motel Algiers», acaecidos en Detroit mientras la ciudad ardía con las venas abiertas durante la mayor revuelta racial de su historia. Una pobre recaudación, impropia de una dama bendecida por el éxito, para una película que pretendía reactualizar el debate sobre la xenofobia al tiempo que sintonizaba uno de los instantes más turbios de una memoria de por sí convulsa.
Pero, ¿qué sucedió hace exactamente medio siglo en la ciudad del automóvil? ¿Y por qué la mejor directora de los últimos años lo apostó todo a recordarlo? Bien, la noche del domingo 23 de julio de 1967 fue pegajosa en «Motor City» (por la industria del automóvil), aka «Hitsville U.S.A.» (por Motown). 23 grados de mínima y una humedad relativa del 66% con picos de 79%. Había jolgorio en la sede de la Liga de la Comunidad Unida por la Acción Cívica. Una oficina cutre, en un segundo piso, al lado del parque Gordon, a 23 minutos andando de la sede de Motown y 9 minutos en coche de una de las grandes factorías de General Motors. En un barrio negro, empobrecido y chungo, con niños que jugaban descalzos y hombres con la petaca en el bolsillo y trajes chispeantesa a la puerta de las licorerías. Aquella noche corría la cerveza en la improvisada parranda. Los altavoces descorchaban clásicos de «rhythm and blues» al ritmo de los brindis. 82 varones afroamericanos celebraban que dos de los suyos, dos vecinos, habían regresado vivos de las junglas vietnamitas. 82 varones afroamericanos sancionaban la partida de otro hacia el infierno del sudeste asiático. El fundador de la Liga de la Comunidad Unida por la Acción Cívica, Bill Scott, que abrió su pequeño despacho en el 64, ejercía como anfitrión. Conseguidor de favores políticos, pequeño cacique del barrio, agitador de conciencias e incansable activista, Bill redondeaba ingresos con las francachelas que montaba allí de madrugada. No le iba bien. No le iba mal. Sobrevivía, que no es poco, mientras custodiaba su pequeña cueva de apuestas ilegales, whisky barato y música bien engrasada, mientras organizaba el voto para determinado concejal, reclutaba voluntarios en las campañas o apoyaba la determinación de la gente para que el departamento de bomberos abriera las espitas del agua durante las tardes más calurosas de un verano que amenazaba con fundir las aceras. No era, empero, la primera vez que alguien llamaba a la policía para protestar por los escándalos nocturnos en su oficina. Demasiado ruido y demasiada fiesta. Incluso para una calle, la 12, generosa en borrachos y timbas a cielo abierto. Solo que esta vez la policía, harta de patrullar en balde, entró como una ola por la puerta de la Liga y detuvo a las 82 personas allí presentes.
Pero faltaban lecheras para llevarse a tanta gente con las pulseras en las muñecas, y los agentes esperaron durante casi dos horas la llegada de refuerzos hasta la sede de la Liga de la Comunidad Unida por la Acción Cívica. Tiempo suficiente para que la gente, reunida a la puerta del local, comenzara a gritar consignas contra la policía. A los gritos le sucedió pronto el lanzamiento de botellas y piedras, el saqueo de los comercios adyacentes, y un primer incendio, sucedido por otros muchos, mientras la policía contemplaba entre pasiva y atónica el germen de una revuelta que duraría tres días. Para sofocarla fue necesario decretar el estado de sitio, desplegar a los efectivos de la Guardia Nacional e incluso dos divisiones aerotransportadas, la 82 y la 101. Para cuando se disolvió el humo y comenzó el recuento de bajas aquello parecía un parte de guerra. Hubo 43 víctimas mortales, casi 1.200 heridos y 7.000 detenidos. Miles de edificios ardieron pulverizados. Las pérdidas materiales fueron colosales. A la altura de los peores tumultos jamás vistos en el país. Un tsunami de furia y balas, vidrios y fuegos, que respondía bien al caldo putrefacto de décadas de ignominia y al clima volátil de una década que arrancó con las grandes movilizaciones y el pulso por los derechos civiles e iba a morir con los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, con las desestabilizadoras ondas que traían los bombardeos con napalm en los arrozales y selvas de Vietnam y el reclutamiento forzoso de unos mozos que no sentían, como sí lo hicieron sus padres y abuelos, la sagrada llamada de la patria y el deber de regar con sangre otro glorioso capítulo de muertos.
Ni médicos ni abogados
En mitad de aquel gran desorden acaecieron los «Incidentes del motel Algiers» retratados por Bigelow. En el establecimiento, sito en el número 8301 de la Avenida Woodpark y de reputación cuestionable, se habían refugiado miembros del grupo The Dramatics. Un combo de r&b y soul que tenía previsto tocar en Detroit con la vista puesta en los ejecutivos de Motown, a los que pretendían enamorar. Los disturbios obligaron a suspender el concierto a los Dramatics, y varios de sus miembros acabaron en el Algiers junto a un nutrido grupo de clientes y, también, de personas que escapan del caos y acabaron refugiados en el motel. Pero alguien disparó una pistola de fogueo en una de las habitaciones. Alertada por un vigilante nocturno, una brigada de antidisturbios, reforzada con policías estatales y miembros de la Guardia Nacional, irrumpió en el motel y lo puso todo patas arriba. No contentos, los agentes acabaron por golpear y torturar a los clientes. A dos jóvenes, blancas, Juli Hysell y Karen Malloy, de 18 años, las desnudaron delante de todos y las acusaron de flirtear con negros. A los chavales afroamericanos los llevaron uno a uno a las habitaciones y simularon ejecuciones. El fingimiento fue tan eficaz que finalmente tres de los inquilinos fueron asesinados. Carl Cooper, de 17 años. Aubrey Pollard, de 19. Fred Temple, de 18. Aunque hubo juicio y se presentaron cargos, nadie fue condenado. Los Dramatics, que tenían a dos de los suyos en el motel, Roderick Davis y Larry Reed, acabaron fichando por Stax Records, el legendario sello de soul de Memphis, pero Reed nunca conoció el éxito: dejó la música, traumatizado, y acabó por actuar en coros gospel. Los policías acusados siguieron con sus vidas, y las familias de las víctimas fueron compensadas con 60.000 dólares cada una, cortesía de la ciudad de Detroit, en 1976, luego de alcanzar un acuerdo en la demanda civil presentada.
El Algiers fue rebautizado y, en 1979, demolido. Hoy, en su lugar, se alza el parque Virginia. Pocos recuerdan que allí, hace 50 años, agentes de la policía estadounidense cometieron una felonía histórica. Nadie excepto Bigelow, que quiso explicárselo a sus paisanos y ha recibido a cambio una monumental rechifla en taquilla y un puñado de buenas críticas. Quien pasee hoy por Detroit, semiabandonada tras el hundimiento de la industria, podría creer que en el mapa urbano perviven las cicatrices de aquellos disturbios del 67, pero lo cierto es que nada sobrevive de entonces. La memoria es una escoria calcinada y el eco de unas noches terribles en la larga cadena que va de Watts a Brooklyn pasando por Birmingham.