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El artista que pintaba lo que veía

larazon

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Consideraba al Sol, escrito el nombre del astro con mayúsculas, como su dios y decía, no sin falta de razón, que sólo era capaz de pintar lo que veía, no lo que sabía. Ésa, al menos, fue la contestación que dio a un crítico londinense cuando porfiaba con él sobre el hecho de que el artista había decidido no pintar los ojos de buey en un barco. Argumentaba que según el reflejo de la luz que incidía en los barcos no era capaz de verlos. «No los verá, pero usted sabe que están», le respondió su interlocutor. El pintor de los paisajes, el hacedor de marinas exquisitas, calificado como el pintor inglés más brillante de la historia, nació en Londres en 1775 y murió en 1851, tan rico como famoso. Su pintura, a cuyos años crepusculares dedica estos días la Tate Britain una imponente exposición, está teñida de un halo de romanticismo en la misma estela de la Caspar David Friedrich en Alemania y en sintonía, aunque no estrecha, con la obra de otro grande inglés, su contemporáneo John Constable, que decía de él: «Parece que pinta con vapor de colores de lo evanescente y aéreo que es». La pincelada de Turner, un hombre de carácter un tanto complicado, rasgo que se agudizó en los últimos años de vida, amante de la buena mesa, bebedor y amante también del género femenino (estaba amancebado con su ama de llaves), es liviana, una ráfaga, la luz sobre el lienzo. No se dejaba llevar por las impresiones: lo que su ojo veía y vivía, lo que el intelecto procesaba es lo que él reflejó sobre la tela. No dudó, por ello, en dejarse atar al mástil del «Ariel» en plena tormenta para no dejar escapar ni un solo detalle del oleaje embravecido, un experimento que a punto estuvo de conducirle a la otra vida. Así, también, los rigores de una feroz tormenta, que se empeñó en vivir en mitad del campo, le sirvieron para «Tempestad de nieve: Aníbal y su ejército cruzan los Alpes».
Sus olas a punto de engullir velas, proas y popas son como remolinos en negro (un color que utiliza de forma maestra) que emergen hasta tomar cuerpo. No se conformaba con intuir, quería saber y vivir. Su gran obra, que representa a un barco otrora majestuoso, el «Temerario», conducido por otro de vapor hacia el desguace, ha sido explicada hasta la extenuación. No lo pintó de memoria. Ni siquiera lo imaginó. Lo vio. Se cruzó con esa escena mientras daba un paseo en barco. Se ha interpretado como una alegoría de la vejez y la juventud: la nave ya decrépita, casi humana, que es conducida por otra camino del adiós, del entierro, del final. ¿Su final? El peso del lienzo descansa en el margen izquierdo, donde el pesado navío sigue al vapor, un barquito a su lado, diminuto pero tan fuerte como gallardo.
La paleta de Turner –el excéntrico Mr. Booth, que así se hacía llamar hacía el final de su existencia, jugando con el apellido de su amante– es tan inmensa como lo es su legado, formado por óleos, dibujos y acuarelas, género en el que no halló rival. Él abriría el camino al grueso del movimiento impresionista, que, tomándole como referencia (Monet y Pisarro, entre otros, estudiaron durante su estancia en Londres sus obras), abre en el arte un nuevo periodo: la rebelión impresionista y al tiempo impresionante. ¿No fueron acaso aquellos borrones, manchas de color, el preludio de lo que vendría después? Su estilo, su halo, su influjo, el de Turner, se dejará sentir hasta ayer mismo. No hay que irse tan lejos. Basta, por ejemplo, con mirar con calma la obra de Fernando Zóbel y deternerse en «Entierro marino II», de 1970 (nada menos que dos siglos después del nacimiento del británico), donde vemos el espíritu y la influencia del maestro inglés. Ahí están el barco, el mar, el cielo. El reflejo en la superficie del agua. O echar un vistazo a Rothko y su homenaje en «Seagram Mural». Ahí está Willian Turner. Según sus deseos, fue enterrado en la Catedral de San Pablo, al lado del pintor sir Joshua Reynolds.Y cuenta con un premio en Reino Unido instaurado en su honor, que ha bendecido la obra de artistas como Gormley, Richard Long, Tony Cragg, Gilbert & George, Damien Hirst o Steve McQueen, todos ellos en las antípodas del trabajo del genio inglés.