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El cementerio de «El bueno, el feo y el malo» resucita

Un documental sigue la evolución de los trabajos de un grupo de fans para desenterrar el camposanto construido para el mítico filme de Sergio Leone en un paraje de Burgos en 1966, que se levantó con ayuda del Ejército para albergar el duelo más apasionante del «spaghetti western»
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Un documental sigue la evolución de los trabajos de un grupo de fans para desenterrar el camposanto construido para el mítico filme de Sergio Leone en un paraje de Burgos en 1966, que se levantó con ayuda del Ejército para albergar el duelo más apasionante del «spaghetti western».
Cuando Joseba del Valle pisó por primera vez el cementerio de Sad Hill ni siquiera fue consciente de estar en terreno sagrado. «No nos dimos cuenta de que habíamos estado hasta que subimos al monte y vimos los círculos concéntricos». Habían hallado su El Dorado particular, los restos, bajo tierra pero levemente insinuados en el terreno, de lo que había sido décadas atrás el camposanto levantado por el equipo de «El bueno, el feo y el malo», con la colaboración del Ejército español, para rodar el duelo final entre Clint Eastwood, Lee Van Cleef y Eli Wallach. Una de las secuencias más icónicas del cine y probablemente el «summum» de aquello que se llamó «spaghetti western» en un paraje perdido de Burgos, entre Santo Domingo de Silos y Contreras, en el valle de la Mirandilla.
Durante medio siglo aquel cementerio de más de 5.000 cruces y un gran empedrado circular central durmió el sueño de los justos. Los tablones de los enterramientos fueron reciclados por los paisanos para cubrir goteras en sus techos, mientras que el resto de la estructura acabó sepultada bajo 20 centímetros de tierra. Pero, a partir de aquella visita iniciática de Joseba del Valle y de su encuentro con otros fans del filme hasta dar con la Asociación Cultural Sad Hill, esta porción de tierra mítica comenzó a revivir, a emerger de la tierra, tal y como narra el documental «Desenterrando Sad Hill», de Guillermo de Oliveira, que proporciona un doble disfrute al cinéfilo: por un lado, excava en el anecdotario del «spaghetti western» por excelencia; y, por el otro, alumbra el poder creador y creativo del fenómeno fan y la verdad sentimental que subyace bajo esa gran mentira que es el cine.
La historia de tres canallas
«El bueno, el feo y el malo» estaba llamado a ser el broche de oro de la «Trilogía del dólar» de Sergio Leone. Con 1,3 millones de presupuesto, costaría más que las dos entregas precedentes juntas: «Por un puñado de dólares» y «La muerte tenía un precio». Se trataba, en palabras del director italiano, «de un western épico picaresco, la historia de tres magníficos y simpáticos canallas ambientada en el contexto de la Guerra de Secesión». El objetivo final: hacerse con un tesoro de 200.000 dólares enterrado bajo la tumba del soldado desconocido en el cementerio de Sad Hill. Para recrear el Lejano Oeste, Leone volvió a recurrir a España. «El norte del país se parece a Virginia, y el sur es como Arizona y Nuevo México», decía. En Almería rodó buena parte; el resto, en Burgos. Allí transcurrían las escenas del campo de concentración, de la voladura del puente y, por supuesto, del cementerio.
Un clímax final que sigue despertando la admiración del mundo cinéfilo: «No se había estrenado nada tan grande como ‘’El bueno, el feo y el malo”. No recuerdo emocionarme tanto con una cinta como con esta y en gran parte es por la escena del cementerio», opina el también realizador y productor Joe Dante; «Se podría enmarcar cualquier escena de la película y sería una obra de arte fantástica», considera el crítico Stephan Leigh; para el montador Eugenio Alabisio, estamos ante «el trozo de cine más bello jamás filmado». Pero la grandiosidad con la que Leone y sus colaboradores habían concebido los decorados no estaba a su alcance sin una colaboración especial. Sergio Salvati, el director de fotografía, narra cómo «el Gobierno de Franco ayudó a Leone porque traía mucho dinero con sus películas, así que le dio 1.000 soldados jóvenes junto con un capitán y un general». Esta mano de obra venía directa del cuartel de San Marcial de Burgos a cambio de 75.000 pesetas para los huérfanos. A los soldados, que trabajaban en los decorados o como extras (vestidos de confederados y yankees), se les pagaba 150 pesetas al día, «y luego, si hacías alguna cosa concreta como tirarte al agua y hacerte el muerto, te lo pagaban aparte», rememora Juan José de la Horra. Para los militares era como unas «vacaciones pagadas». Ellos levantaron las más de 5.000 cruces y el empedrado central con forma de coliseo (para Leone era el «circo del destino») de Sad Hill bajo los 40 grados de aquel julio del 66. Las gentes de los pueblos cercanos, especialmente de Hortigüela, también participaron como extras y el bar de la villa se vio más que beneficiado por el trajín del cine.
Espiral de tensión
Una vez listo, Eastwood (el bueno), Wallach (el feo) y Van Cleef (el malo) protagonizaron en la rueda central de Sad Hill el duelo más apasionante de la historia del cine. Casi 20 minutos de metraje desde que llegan al camposanto hasta que Eastwood (alias El Rubio) abandona a Wallach (Tuco), quien lo persigue de lejos con sus maldiciones: «Rubio, hijo de una perra». Todo aquello ocupaba apenas media página del guión de Luciano Vicentoni. La conjunción entre la rudeza y la épica del desenlace, la espiral de tensión creada por el montaje y la dirección versátil de Leone, así como la inolvidable banda sonora de Morricone, hicieron que, para muchos, «El bueno, el feo y el malo» pasara de ser una mera película a una de culto en toda regla.
Para Joseba del Valle, David Alba, Diego Mateo y Sergio García, cada uno de su padre y su madre y de distintos puntos de España, la cinta de Leone ha sido una obsesión desde que, de pequeños, la vieran. Con el tiempo trabaron amistad en las redes, intercambiaban fotos, anécdotas y documentación sobre la película. En 2014, con motivo de un homenaje a Eli Wallach por su muerte, se reunieron y fundaron la Asociación Cultural Sad Hill. «Vimos que no éramos dos locos, que había mucha gente que quería participar en esto», confiesa Sergio. Así que concibieron un proyecto descabellado de cara al 50 aniversario del filme en 2016: desenterrar el empedrado de Sad Hill y reponer las cruces. Estos cuatro magníficos y otros voluntarios confluían cada fin de semana, con pico y pala, en el valle de la Mirindilla.
Al principio, fue frustrante, así que hicieron un llamamiento por Facebook a los fans de todo el mundo y el grupo de «arqueólogos» se incrementó con voluntarios venidos incluso de Italia y Francia. El empedrado del círculo central empezaba a asomar: «Se estaba haciendo realidad el sueño de mi vida; quizá la gente no lo entienda, pero para mí era un lugar mágico», asegura Joseba. Sin embargo, quedaban las cruces, montones de cruces. La Asociación lanzó una campaña para «apadrinar una tumba» y les llovió la financiación, porque, como explica Joe Dante, lo que aquellos fans estaban poniendo en marcha encajaba con «la necesidad de sentirnos parte de algo eterno». «Que aquello que soñaste, la película que viviste, no es un sueño, no es una ficción, sino que existió», añade Álex de la Iglesia. En 2016, Sad Hill presentaba ya cerca de mil tumbas. La tierra ungida por los pasos de Eastwood volvía a presentar el aspecto de 1966. El cuento de hadas de estos admiradores terminó, como no podía ser de otra manera, con las palabras de agradecimiento del actor desde la pantalla gigante que el 24 de julio de 2016 (medio siglo después del estreno de «El bueno, el feo y el malo») instalaron en este paraje de Burgos para un público que se contaba por centenares. Después, con el atardecer, se proyectó la cinta. Dos horas y pico más tarde, el duelo a tres en la ficción llenaba toda la sierra de la Demanda y, en particular, el cementerio rescatado del olvido.

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