El espanto de la guerra
Que el hombre es un lobo para el hombre ha sido constatado de forma empírica en la historia. Hoy, la guerra sigue entre nosotros. Nada aprendimos de los cien millones de muertos del siglo XX
Que el hombre es un lobo para el hombre ha sido constatado de forma empírica en la historia. Hoy, la guerra sigue entre nosotros. Nada aprendimos de los cien millones de muertos del siglo XX.
La violencia ha sido y es una condición inherente al ser humano. Igual que la tendencia de los hombres a dirimir sus desavenencias en disputas cruentas. Muchos factores personales han alimentado el ánimo por destruir al semejante. Todos los siglos de civilización han sido la prueba irrefutable de ello. El siglo XX fue definitivo. Demostró hasta qué punto de barbarie es capaz de llegar el hombre. Fue un instante de inflexión y para muchos observadores, políticos, intelectuales debió ser la lección definitiva para que el hombre asumiera que era tenía pendiente una catarsis moral. Más de cien millones de muertos en los campos de batalla debieron ser una razón suficiente como para que el ánimo genocida se guardara en el cajón más profundo. Obviamente, no fue así.
Al girar los goznes del nuevo siglo el mundo demostró que la memoria es débil, la ambición es máxima y la capacidad de odiar al semejante, inalterable. En el momento en que usted, lector, repasa estas líneas, Naciones Unidas reconoce al menos 44 conflictos armados, declarados o no, en los que al menos fallecen mil personas por año en cada uno de ellos. Muchos, la mayoría, no son nuevos, sino que se arrastran desde hace años. Se prueba así la incapacidad de la comunidad internacional para ponerlos freno. En su mayor parte no merecen portada alguna de los medios ni una pequeña reseña. El caso de Siria es paradigmático sobre la voluntad del hombre por cometer las peores atrocidades, como el uso de arsenal químico contra civiles, niños incluidos. Desde 2011 este conflicto sobrevenido por la Primavera Árabe es el más mortífero del planeta con 470.000 muertos. La guerra no se mide sólo en pérdida de vidas, también las destroza sin arrebatarlas con una condena a perpetuidad en la miseria, el dolor, la angustia y el odio. Hoy, sabemos que las personas desplazadas por enfrentamientos violentos aumentaron en un 50% en cinco años.
Las cifras hablan de un drama con profundas heridas morales y anímicas: 65,6 millones de personas tuvieron que dejar sus hogares para ponerse a salvo. Visto lo visto, parece imposible que la humanidad supere la prueba de no matarse. Llevamos miles de años ya cabalgando sobre el apocalipsis y nada hace imaginar que seamos capaces de lo contrario. No es resignación; es reconocer nuestra naturaleza. Al menos la de un buen puñado de nuestros congéneres.